Ya que nos ha tocado dormir con el hedor del otro déjeme contarle la historia de algún lugar parecido a este, en los que se acababa el día: Para figurar en alguna de aquellas habitaciones se debe configurar el tiempo sin relojes, bastaba con hablar del calendario: Sin domingos, no existe la noche, se es débil en ellas, allí se recoge un sueño que antes de madrugar despierta y brota como un cielo morado de una espera a volver a ese fugaz sueño, a ese sueño parlante, que da un tránsito breve por una infancia que no se ha abandonado, por una mitología sin hadas que alude a una creación. Dígame ¿Alguna vez ha sentido que se ha llegado al cercado de lo real? Bueno, esos sueños juegan con el cercado, hacen parecer evidente que es un cercado marchito. Aunque este sea un secreto a voces, y todos los que pasamos por allí añoremos hasta hoy el sueño que se vivía en esos cuartos  antes de ser desalojados. Una cama mal armada, cuerpos con fiebre, una insolación diseminada sobre nosotros. Pero no cualquiera puede encontrar esos rieles desarmados, ese olor a basura asentada en el asfalto; se ha de perder a la fuerza, se ha de estar a la deriva, conocer la intemperie, o por lo menos ese fue mi caso, mi odisea, ya que la tregua del sueño, como la llamamos, se da sólo en aquel ambiente nublado y hediondo, en aquel tacto paciente de sus cobijas. Escúcheme con atención, le explicaré cómo fue que yo llegué allá, ya que algunos de nosotros hemos creído que hay más de estos lugares como del que te hablo, un lugar que juega con la realidad, si quieres emprender con nosotros la búsqueda estás bienvenido, pero escucha con atención, porque la señora Amparo, la que nos daba asilo, ha desaparecido, como tragada por los dioses.

En casa habíamos escuchado todos sobre unos camiones que reclutaban para una causa, hablo de las montañas, de los lugares de brisa furiosa, de caída confundida y larga. Llegaron un día preguntando por comida, en realidad todos se veían hambrientos. Nuestra casa siempre fue pequeña pero los invitamos a quedarse ya que se notaba que a ellos, si llegaba la noche, las montañas sí se los comerían. Eran cuatro o cinco, todos muy gordos y gruesos, con ropa ajustada y color militar, se quedaron la noche entera embriagándose con mis viejos, recuerdo muy bien no escuchar el viento por las risas y los gritos. Cuando caí dormido lo siguiente que supe fue el sonido violento de la puerta y una alada violenta. Ya estaba amaneciendo y sólo crucé miradas mientras montaban a mi madre al camión ebria sin resistirse demasiado. Yo entre todavía algún tipo de letargo fui llevado al jardín de fuera y puesto de rodillas viendo el paisaje mientras el camión se alejaba y llegaba otro con aún más pseudosoldados que se tomaron la pequeña casona como si se tratara de la conquista de Egipto. Arrojaron lo que antes se acomodaba en ella a otro camión que se las llevaría junto a mí y a mi llanto. Me informaron que este lugar ya no era mi casa, que me fuera lejos, que era muy delgado para servir de algo, y sí, siempre lo he sido. Metí mientras me alejaba algo de ropa entre un par bolsas, cedí todo por esta indefensa desventaja que se asienta cuando alguien habla del porvenir.

El viaje fue largo y ansioso, me dejaron en el centro de esta ciudad en las que compraban lo que era mío sin consultarme, por más de que gritara, era imposible luchar contra un arreglo que ya estaba hecho. Adiós, lo siento. Me senté con unas bolsas donde pertenecía mi cariño, y sin saber cómo observé de nuevo el paisaje, esta vez hasta que anocheció. Dormí en la acera esa noche hasta que me despertó el hambre, y no recordé cuándo había sido la última vez que había comido algo. De nuevo parecía que amanecía, pero más lento, caminé sin rumbo hasta encontrar un lugar donde vender lo poco que había empacado, lo hice por una miseria y pregunté por un lugar donde quedarme, y justamente la señora Amparo entró al local, como una madre me dijo que todo iba a estar bien, de las mejillas me hizo sentir que había algún reparo, recogió lo que quedaba de mí y me llevó de la mano no sé por cuántas cuadras hasta llegar a esta casona muy alta donde ella decía que podía quedarme por el mismo precio por el que me habían comprado la ropa, que si le entregaba eso todos los días tendría una cama asegurada. Ante tanto, le besé las mejillas flácidas y me dijo tenazmente qué hacer:
 

–   Escúchame mijo, con lo que tienes ahora en el bolsillo sólo podrías pasar una noche acá, ve a comprar unos dulces y véndelos donde puedas, pídele a la gente monedas, y cuando caiga la noche regresa a mí, aquí estarás seguro. Ahora haz lo que te digo y no te pierdas.

    Cuando volví en la noche, agotado y con un par de monedas que hicieron por el día me asignaron un colchón entre las tinieblas, ese día caí desplomado en un increíble sueño donde pude conocer el frenesí de los andrios, la pureza de un natalicio. Después de eso, sabrá, nadie vuelve a ser el mismo, es que si solo las palabras me alcanzaran para hablarle de estas ficciones que pasan a cierta hora de la noche allí, dictadas por la escasez que aprovisiona el cansancio.

    Así pasó lo que pareció una vida entera, hasta que un día llegó la policía a sacarnos a todos, encañonados y débiles, alados por los brazos, esta vez sin Amparito que había desaparecido. No sabemos qué pasó. Ahora somos errantes, yo y otros allegados, estamos en búsqueda de aquellos sueños, de ese tránsito. 

    Ahora, intentaré dormir, mañana nececitaré otra pista para seguir este camino de ficciones contruído. Piénselo, puede salvarle la vida. 

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