Clase Turista

Clase Turista

Rosa

23/03/2020

– Por última vez, ¿cuál es el motivo de su viaje? Haga usted el favor de traducir, a ver si terminamos con esto.

Las palabras resonaban en mi cabeza como un eco difuso, no mucho más claro que un mensaje de socorro en código morse. Desde que había llegado a la frontera, las preguntas se sucedían una y otra vez en el mismo sentido, pero sin llegar a ser comprendidas. La única imagen que ahora tenía de Europa se basaba en las caras desdibujadas de la muchedumbre en el aeropuerto. Todo lo demás consistía en la habitación sin ventanas en la que me encontraba, junto con la sucesión de figuras uniformadas que se presentaban con rapidez, casi a la fuerza.

Mi escaso nivel de inglés no me permitía si quiera intuir qué iba a ser de mí en ese momento. Me esforzaba por reconocer algún término fácil, con el sudor en la frente a causa del enorme trabajo mental que me suponía, después de meses a la carrera. Empecé a dejarme llevar por el instinto; cada gesto era analizado en busca de peligro o sospecha. Intentaba alejarme de la policía por simple precaución, y me mantuve a la expectativa hasta que llegó ella. Era una mujer menuda, redonda, con el pelo recogido y cara de exhausta. La única diferencia real con el resto de funcionarios era que hablaba mi idioma.

Mientras escuchaba como la traductora repetía la pregunta del agente, me preparaba para encogerme de hombros.

– Turista, soy turista.

Por supuesto, no me creyeron. No tenía dinero, maletas o planes en la mochila, y la única prueba cierta de lo que aseveraba era mi pasaporte, auténtico y sellado. Por mucho que insistiera, y lo hacía una y otra vez desde el primer control en el que me pararon, no cumplía los requisitos del típico turista. Y quizá tuvieran razón. Ya me había percatado de ello mientras observaba al público desde ese fino cristal que me separaba del resto del país.

Los turistas parecían cansados, alegres o expectantes, pero nunca asustados. Mostraban una presencia llena de seguridad en sí mismos que les permitía cruzar mágicamente cualquier frontera, real o imaginaria. Pasaban por la vida dando grandes zancadas, no de puntillas. Eran ruidosos, festivos e incluso un poco descarados para las costumbres del lugar. Aun así, no ocurría nada extraordinario por su imprevista llegada. La gente les aceptaba como parte de un acuerdo tácito de reciprocidad. Quid pro quo. Hoy por ti, mañana por mí.

Me gustaba ese enfoque; la energía vital y el consenso humano que representaban. Sin embargo, cuanto más les contemplaba con mirada envidiosa, más me convencía de que no estábamos hechos de la misma pasta. Cualquiera podía notarlo de un simple vistazo, y aquello me hacía sentir inseguro y pequeño, incapaz de coger las riendas de mi propio destino. Lo único que tenía en mi poder era un billete de avión caducado y un puñado de sueños por cumplir.

Y es que en el fondo, era un turista del nuevo mundo, al que todavía le quedaban muchas cosas por ver y conseguir, antes de regresar al hogar. Pero, ¿cómo explicar todo esto de una manera convincente? Aquí ya había sido juzgado, y ahora aguardaba mi condena, a la espera de que hubieran encontrado alguna atenuante en mi necesidad de escapar.

– Vamos a ver, ¿por qué ha salido usted de su país? Traduzca, por favor.

Distinto enunciado, misma cuestión. Lo cierto es que tenía un millón de razones para haberme marchado sin más de allí, aunque plantado en el aeropuerto apenas las recordara. Mi vida se había quedado congelada en un punto indeterminado, entre mi escurridizo pasado y el incierto futuro que me esperaba. Todo aquello que alguna vez había tenido sentido, de repente se transformaba en excusas baratas, que no llegaban a expresar la verdad detrás de la apariencia.

– He venido por turismo, sólo para conocer Europa.

Por mucho que ella tradujera mis palabras, no las entendían.

– ¿Eso quiere decir que no le importa volver a su casa? ¿Quiere regresar?

La respuesta era tan sencilla que ofendía. Pero no se trataba de una cuestión de deseos personales, ¿verdad? Por eso, nunca sería un turista. Y por ello, me seguirían interrogando hasta que no tuviera otra salida. Estaba a punto de darme por vencido, ya que toda esta historia resultaba más terrible que la propia realidad.

– Sí, me gustaría volver.

– ¿Y por qué no ha buscado un vuelo de retorno?

Y con esa frase tan simple y concluyente al mismo tiempo, perdí la esperanza de que me permitieran quedarme.

– Los turistas siempre tienen billete de vuelta.

Por el rabillo del ojo vi como la traductora asentía. Lo cierto es que en mi fuero interno yo también estaba de acuerdo, pues hacía mucho tiempo que ya no deseaba discutir. Pero me producía una extraña tristeza el hecho de capitular, que todo hubiera sido en vano. Y cuando menos me lo esperaba, encontré un atisbo de esperanza en las últimas palabras de mi interrogador.

– Pero mira, soy turista; lo pone en mi billete.

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