Viaje a las Américas

Viaje a las Américas

Felix Madrid

13/03/2020

Esto ocurrio en 1873, asi comenzó la historia de mi familia, emigrando a las Américas. Es la historia de mi bisabuela que se ha transmitido en la familia, contada por ella misma:

Comencé a darle vueltas a mi decisión de irme y me dolía. Iba a dejar mi tierruca por un sueño, aquí no tenía futuro y si me iba podría descubrirlo. Aquí, en el mejor de los casos me casaría con Pablito y tendría media docena de hijos, como madre. No quería ser como ella, una sombra de padre, sin derecho a nada. Y gracias a Dios que padre no se emborrachaba y llegaba a casa dando palos.

Andaba por la plaza con la cabeza baja y los puños tan cerrados que me pinchaba con las uñas. Quería guardar recuerdos: el olor de la cocina de carbón, el de la caca de vaca en las calles, el de los pajares y las juergas con los primos o subir a ordeñar las vacas al monte. Respiré hondo, miré a las casas eran de tíos o primos, cuando me cruzaba con alguno le abrazaba y le decía: “hasta luego”, aunque para mi decía: “no te volveré a ver”, guardaba sus gestos, su sonrisa y les daba muchos achuchones para intentar robarles sus caricias, pues sabía que me iba para siempre.

Me querían casar con Pablito, el hijo del carnicero, nuestras familias ya habían decidido el día de la boda. Encima quería acostarse conmigo, me decía que ya que nos íbamos a casar… y decidí no casarme. Era baboso, chulo y gilipollas, me habían acosado todos sus amigos, me decían que eso no se hacía, que pobre hombre, que se iba a quedar para vestir santos.

Soy más bien bajita, nerviosa, delgada y según decían bastante mona, no me iba a quedar en el pueblo toda la vida. Habían llegado noticias de vecinos que se habían ido a las Américas y les iba bien, una tierra prometida y, de tanto darle vueltas, me decidí.

Caminaba despacio por la plaza del pueblo. No quería llegar a casa y ver a madre, desde que le dije que me iba con mi hermano, le cambió la cara, cada vez que la miraba comenzaba a llorar. Al llegar a casa subí rápido a la alcoba, me tumbé y comencé a llorar, aún dudaba de mi decisión.

Me iba para siempre y no los volvería a ver, ni a madre ni a padre. Me gustaría pedirles perdón por las veces que he sido rebelde, por llevarles tanto la contraria y darles las gracias por todo lo que me han dado, su cariño, sus regañinas, algún tortazo de padre cuando no he querido subir al puerto a ordeñar las vacas, a madre por todo lo que me ha enseñado y defendido.

Lo que más me costó fue decírselo a madre y a padre. Esa noche cenábamos en la cocina, al calor del carbón. Sólo estaba encendido el gamón que colgaba de la puerta, estábamos los tres solos pues Fernando no se atrevió. Y se lo dije.

—¡Qué te hemos hecho! —exclamó Madre, dejó la cuchara y comenzó a llorar—. ¿Por qué quieres irte? ¿Dios mío, qué te hemos hecho? ¡Si no te quieres casar, no te cases, pero quédate con nosotros!—volvió a decir madre sin parar de llorar.

—No lo sé explicar —dije—, pero aquí me asfixio, quiero recorrer mundo y ver qué pasa. Los hombres pueden ir a la guerra y estar unos años por otras tierras, la pena es que no pueden ir las mujeres. Pero no me quiero ir y dejarles mal, quiero volver, abrazarlos y contarles todas las cosas que habré visto.

El lunes 25 de agosto de 1873, en la plaza del pueblo de Burgo de Osma nos despedíamos de la familia, no hablábamos, llorábamos, nos abrazábamos y besábamos. Amanecía cuando llegó Cipriano, el herrero, con su carro. Subimos los cuatro con nuestros hatillos y lágrimas.

—¡Adiós, hija, no nos olvides! —decía mi madre sin parar de llorar.

—¡Atanasia! —chilló madre.

Esa fue la última palabra que escuché, la vi allí, cada vez más pequeña maltratando el pañuelo con las manos, sabía que no la volvería a ver. Se nos caían las lágrimas a todos, a padre le estaba viendo cómo se descomponía, apretando la boina y tragándoselas.

Cuando subimos y nos indicaron que nuestro camarote estaba bajo cubierta me dio mala espina, nada más entrar me dio una bofetada de olor a húmedo y podrido que tumbaba. El salón era de techo bajo, tenía que ir agachada y eso que soy bajita. La última sorpresa fue mayor pues los hombres dormían en una bodega y las mujeres en otra, no teníamos contacto nada más que en cubierta. Solo una comida al día, siempre guiso: lentejas o garbanzos con espinacas, acelgas, patatas y un pedazo de pan. Comenzaron a racionar el agua a los diez días de navegación. Era desesperante, solamente por la tarde nos dejaban salir a cubierta y no se podía hacer nada en la bodega.

Por fin llegamos a la Española después de 34 días de navegación.

Cuando llegamos lo primero que hicimos fue ir al Consulado y mandar una carta a nuestros padres y tíos para decirles que habíamos llegado bien, que dentro de varios meses les volveríamos a escribir.

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