De cincos y ceros
La mejor medicina, sin remedios ni receta, que el viejo poeta había encontrado, era sentarse en esa plaza en atardeceres soleados. Junto a su libro predilecto, habituado a la gradería, desde el último asiento esperaba a las aves para darles alimento. Con manos temblorosas, antes de empezar la escritura, Don Miguel tiraba migajas a las...