Una vez ‘En el camino’ te sacude

como a un felpudo mugriento

uno ya nunca puede estar satisfecho

ni amoldarse a nada.

   Acampas en Christianias de paso

para guarecerte de las tormentas

tanteando dónde encajar, sin saber,

hasta ver las hojas amarillear y desprenderse.

   Todo hubiera sido más fácil si obedecieras

pero no, tuviste que pringarte del inconformismo beatniks,

de la indolencia hippie,

te escupió en la cara la irreverencia punk

y te dejaste ese flequillo apático en banda de grunge.

   Y tu culo brigadista y mal aposentado,

con almorranas de mercenario,

ya no quiere ser alternativo ni reinventarse

y, pidiendo asilo, se pregunta qué errabas buscando.

   Lo llamaste catetismo

a ese puerto del que partir y desterrarse

y ahora no aciertas a nombrar a esa ciudad invisible

a la que, a tientas, pretendías llegar

cegando los escondites de tu corazón.

   Esos secretos que no se ven y parecen no existir

son las cosas sin resplandor que nunca se extinguen

y a las que te tenías que encomendar

La llave estaba en confiar en ellas

replicar cada latido,

tratar de ser lo más calcado a ti mismo

Y también el cerrojo

si te esforzabas en intentar parecerlo.

   Esa caja fuerte se abre con esa voz que te espanta

escuchando lo que eres

escarbando en tus propias palabras

que se sueldan en cada palpitar

y, aunque te azores, reconociéndote en ellas.

    Latente,

serpenteando oculto

escondido,

ilegítimo inconformismo.

   Gira la brújula un par de grados

para deshacerte de los anhelos de prestado

sabotear esos sueños estúpidos

de la estúpida farsa de ser adulto

y despertar noqueado

pero fidedigno

para adentrarte en el bosque sombrío,

y extraviarte en plena noche aullante

a cielo abierto

y así, perdido, comenzar a atisbarte

y a abrir el cerrojo.

   Sólo te curtes en las dificultades,

arrancando a jirones todo lo que han engrudado sobre nosotros,

desbrozando esa nimia parcela del cosmos

que te concierne y delata

para, al fin, con franqueza, 

mirarte en el espejo de frente,

y sujetar los estribos para no salir huyendo.

    Y ahí, en esa amargura indeleble

hallar el regocijo más imprevisto

las revelaciones más insospechadas

la autenticidad más recóndita.

   Y seguir

golpeando al saco de boxeo

de ser aprendiz de ti mismo

hasta que, un día, puedas gritar:

¡yo no sé parecer!

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