El patio de mi casa es como todos los patios. Pertenece a una comunidad de vecinos de una calle de un barrio que no es un barrio. Al menos no en el sentido estricto de la palabra. Zona residencial del extrarradio de cualquier ciudad, que igual podría pertenecer a Cuenca que a Valencia. Impersonal y homogénea en su estructura de amplias avenidas, rotondas y parques. Barrio que no es barrio, pero en el que la gente se saluda, pasea a sus perretes, sale a montar en bicicleta con sus hijos y se conoce. Bloques en altura, casas en paralelo, árboles y un centro comercial que aglutina el comercio de la zona, para situarnos. Pero el microcosmos de este barrio que no lo es se enfoca en cada comunidad de vecinos, en cada rellano de escalera. Y en los patios, antiguamente llamados patios de luces. Lo que cae en ellos dice mucho de sus moradores: pelotas, calzoncillos infantiles, bragas XXL, limones… hay un mundo en esos patios que no se puede obviar. Olores a cocido de domingo, gritos, insistentes tonos de móvil, calcetines… Parece que las casas quisieran expulsar el excedente que hay en ellas, y expiran de vez en cuando con furor por sus ventanas, en un estallido de mal humor.

Una mañana laborable de un día cualquiera, me asomo al patio a tender la ropa y me encuentro con lo que parece un peluche. Acostumbrada a asomarme y recoger todo cuanto cae, me acerco a hacer la enésima recogida y dejarla en el portal a modo de self-service. Lo agarro, y el tacto hueco del pelaje me hace sentir un escalofrío. Es un peluche con forma de perro… pero tan real… que me está pareciendo un perro de verdad. Suelto un leve grito. Los ojos del supuesto peluche parecen encajados en lo que eran cuencas reales. Lo tiro al suelo. Tengo esa sensación infantil e irracional de pánico como cuando se iba la luz, o había tormenta. ¿Qué hago con «eso»? Lo único que pienso es en quitarlo rápidamente de mi vista y meterlo en una bolsa. Ojos que no ven, corazón que no siente. Pero luego no sé qué hacer con la bolsa, solo quiero deshacerme de ella. Finalmente, la saco al portal y llamo tímidamente al conserje, quien sale, fregona en mano, y acoge con naturalidad la bolsa, sin inmutarse ante mis sospechas de tener entre manos un producto de taxidermia puro y duro. Promete encontrar al dueño. Respiro tranquila. Cojo el abrigo, bajo al garaje, todavía sin dar crédito a mi hallazgo mañanero, y me dirijo a mi puesto de trabajo como diseñadora gráfica. Al poco de llegar a la oficina, se me olvida el encuentro matinal.

Al acabar mi jornada, oigo la música a todo trapo mientras vuelvo en coche a mi casa de extrarradio. Entro con mi coche al garaje. Subo una planta por las escaleras al portal, y me topo con un cartel escrito a mano, en una de las paredes. La nota manuscrita, con caracteres infantiles y faltas de ortografía dice: “Ze a encontrao un peluche en un patio. Lo guarda el conserge en una bolsa. Sírvase a recogerlo su dueño”. En ese momento, el pánico mañanero se ha tornado en algo cómico. Tengo claro que no se trataba de un peluche: sin duda era una mascota que pasó a mejor vida y su dueño decidió conservar como extraño y siniestro recuerdo.

Entro en mi casa, y empiezo a hacer mis tareas cotidianas: recoger ropa desperdigada, preparar lentejas para el día siguiente, revisar mis mensajes en el móvil. De pronto, suena el telefonillo. Me asomo a la mirilla, pero no veo a nadie. Me doy la vuelta y vuelve a sonar el insistente pitido. Finalmente, abro la puerta ligeramente, y me encuentro a mi vecina del primero, una niña de 6 años que no llega a la mirilla.

—Hola, lo siento, es que se me ha caído un peluche al patio —me dice con timidez—.

—Hola —le digo—. Sí, esta mañana recogí algo… ¿seguro que era un peluche? —dudo si entrar en detalles con una niña tan pequeña—

—Sí, es que mi hermano pequeño estaba jugando y se le cayó por la ventana —me dice—.

—Bueno…lo tiene el conserje en una bolsa, ve a pedírselo —le digo, tentada de preguntar por semejante “peluche—.

—Gracias —dice la pequeña, y se marcha rápidamente—.

Me olvido del tema, pero unos días más tarde, en el tablón de anuncios del portal de mi casa, me fijo en un anuncio: “Se hacen trabajos de taxidermia a buen precio. Consultar en la página web Tu taxidermista. Precio especial para vecinos empadronados en esta localidad”.

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