El día que nos mudamos de Abasolo, nos fuimos y ya. Cuando abandonamos definitivamente la casa, la camioneta de mi tío saliendo repleta de nuestra cochera y regresando vacía las tardes anteriores, había confirmado para entonces las sospechas de las miradas insistentes. No le dijimos «adiós» a nadie y nadie preguntó por nuestra partida a pesar de lo evidente de la situación. Pero estaba bien, era una actitud normal de la convivencia de veinticinco años con los del barrio.

El muro de indiferencia lo instaló mi madre el primer día que pasamos en el otrora nuevo domicilio. Sin embargo lo había planificado desde tiempo atrás, en el momento que previó que un desventajoso acuerdo familiar la obligaría a criar a sus tres chilpayatitos en un vecindario que era improbable encontrar en una postal, aunque inspirara más de una nota periodística. Diseñó el muro para que la realidad de fuera no penetrara la realidad de dentro del hogar, y se aseguró de que nosotros tampoco lo traspasáramos, inculcándonos la indiferencia.

Un solo episodio recuerdo en que tanto el muro como la educación materna fueron puestos a prueba. Cuando mi hermana menor era una hábil duelista de tazos, curtida en múltiples batallas escolares con oponentes incluso de grados superiores al de ella, cedió al impulso de batirse en duelo con los niños del rumbo. Terminó por demostrarse superior a sus vecinos rivales, victoria que le ganó su respeto, empero también su simpatía. Este último detalle pudo pasar desapercibido por mi madre, si no se hubiera traducido en niños de la vecindad llamando a la puerta varias veces al día para preguntar si mi hermana saldría a jugar. La resistencia del muro fue examinada no solo a través de mi hermana, a quien se mandó no abrir la puerta, sino también mediante mi hermano y yo, a quienes se nos ordenó que en caso de abrirla, negáramos su presencia si pedían por ella.

Ahora que vivo en un sitio el cual ya es cansado encontrar en postales, me pregunto si mi madre consiguió mantener la realidad de dentro apartada de la de fuera; a lo que no puedo contestar sin reservas: sí, en cuanto que logró hacernos espectadores mas no participantes de la realidad exterior; y no, en la medida que nunca nos fue del todo ajena. Crecíamos a la par de los hechos que presenciábamos, y como testigos que fuimos, aun cuando no de manera activa como los otros niños del barrio, es una escena a la que también pertenecimos. Así me cuestiono y recurro a la misma respuesta siempre que me ataca esta absurda nostalgia, porque también para mí resulta insensato extrañar mi antiguo vecindario, habitando en uno que de tan perfecto, es irrelevante hacer descripciones.

Con todo, no es que prefiera las aceras resquebrajadas y los hoyos en el pavimento, ni los garabatos en las paredes, ni las envolturas de las chucherías que los vecinos comieron junto a nuestra entrada, ni tampoco los balonazos contra la puerta de la cochera cada vez que sus hijos la designaban portería. Sin duda, no es que me agrade más despertar a las cinco de la madrugada los domingos de tianguis, con el sonar de las estructuras metálicas para los puestos provisionales anunciando la llegada de los vendedores; ni es que, estos días de la semana, me apetezca dejar guardado el coche hasta las seis treinta de la tarde, cuando el comercio de ropa usada se convierta nuevamente en la salida de nuestra cochera, y el tianguis, en el vecindario.

Tampoco es que quiera regresar a los días en que nuestra casa colindaba con el lote adaptado como central de autobuses, desde donde bocinas y reversas nos avisaban, cual cantar de gallo, de la llegada del amanecer con sus melodías personalizadas. Ni es que considere mejor tener de vecina a la guardiana del lote, quien para suplir el humo de los escapes luego de trasladada la central a un nuevo domicilio, quemaba basura junto a nuestra pared para que oliéramos la fragancia de su rencor por nosotros. Mucho menos es que me incline por vecinos extravagantes como los niños nudistas, que no perdían la oportunidad de alzarnos su dedo medio siempre que nos veían; o por residentes parecidos a las mujeres de los presidiarios, cuyas faldas me recordaban que era miércoles de visita conyugal.

No es que en verdad suponga más alentador habitar en una manzana donde antes de dar la vuelta a la calle, reconozca al menos tres categorías de prostitutas: la de las principiantes comprendía jovencitas de las que no por su atuendo, sino por su ubicación constante en la esquina del motel, se delataba su profesión; la de las veteranas incluía mujeres rondando los cuarenta, los coches lujosos en que pasaban por ellas indicaban que solo trabajaban con cita; la de los travestis constaba de chicos estudiantes de medicina, quienes de día vestían sus sobrios uniformes blancos, y de noche salían transformados en provocadoras damas emplumadas.

Definitivamente, no es que juzgue más emocionante vivir en un vecindario famoso por sus escándalos mortuorios: ya sean suicidios, como el del hijo de la tortillera, quien abatido por la ruptura con su novio, se ahorcó en el mismísimo local donde su madre aún vende tortillas; o ya sea que se trate de asesinatos, como los de ambos drogadictos balaceados en los vatihorímetros de la vecindad, donde los narcomenudistas escondían las dosis.

Entonces, no es que prefiera mi feo aunque acostumbrado barrio, en lugar de la linda pero ajena zona donde resido. Sin embargo, ya que es común identificar lo verdadero con lo real y lo falso con lo ficticio, creo que dicha asociación es la que se esconde detrás de la nostalgia por mi antiguo vecindario. Este representa una realidad bien conocida por mí, que de tan cercana, me parece la verdadera; mientras que el nuevo simboliza una realidad extraña, que por mucho tiempo calculé lejana, tan remota que pensé ficticia, y por ello, incluso ahora, percibo algo falsa.

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