Alcanzas a ver un hombre tirado en la acera de regreso a casa. Has salido a bailar con los de la fábrica, es bien entrada la madrugada y los hombres se han largado a pasar el resto de la noche con sus mujeres. Es invierno. Cerca de tu edificio una farola alumbra a ese hombre tumbado boca arriba en la acera, la mochila a la espalda. Una bicicleta volcada a su lado. Lo observas con prudencia. Un sin papeles abatido por la policía, inventas. El mentón flaco, sin afeitar, pómulos marcados y encías carnosas. Pero no hay presencia de ningún policía en la calle. Hace frío y te sientes como si estuvieras en el escenario de una película. Estudias la mugre bajo sus uñas y sospechas que pueda tratarse de un vagabundo. Jeans orinados, cazadora raída, la parte superior de un chándal decolorado por el uso. Aunque hace ruidos con la boca, tienes la impresión de que disfruta de un sueño profundo. Como si estuviese en la cama de un buen hotel y no tuviese prisa por despertar. Pero resulta que está tendido sobre las frías losas de la acera. Pasan los segundos y sigue sin haber un alma en la calle. Te fijas en su respiración regular y te acercas aún más para preguntarle su nombre. Es lo menos que puedes hacer. Saber su nombre.

De pronto, el tipo abre los ojos. Sobresaltada, retrocedes un paso y adviertes su pierna encadenada al pedal, una mano señalando puntos imprecisos, un hilo de saliva prendido a su labio inferior. Entonces te viene a la memoria el zambo capturado por el sargento Lituma en La tía Julia y el escribidor. Pero no. Debe ser árabe el tipo que yace en el suelo borracho como una cuba. Cuando por fin ha logrado fijar en ti la mirada, aparte de preguntarle su nombre, no sabes qué decirle ni qué hacer, y das por hecho que no tiene conciencia de estar tirado a pocos metros del portal de tu edificio, y eso supone una bendición para ti, ya que si hace ademán de agarrarte una pierna, puedes alcanzar el portal de tu edificio en una carrera rápida. Aunque tal vez solo se trata de un hombre que está pasando una mala racha. Entonces tu obligación es ayudarle, llamar a la policía. En el colmo del desinterés, acogerlo en tu casa para adecentarle y darle alimento.

Sin embargo, no parece una buena idea, lo más probable es que vomite en el sofá, en la alfombra del salón, en la bañera. Por otro lado, un hombre pesa demasiado para que una mujer menuda pueda echárselo a los hombros. Y el edificio en donde vives carece de ascensor. Así que de nuevo intentas saber su nombre, si le duele alguna parte del cuerpo. Miras a ambos lados y solo adivinas hileras de árboles, coches estacionados en línea. La soledad de la noche hace que te preguntes qué significa ser una buena persona. Te agachas, te acercas a un olor indefinible. Alquitrán mezclado con meado de gato. Tal vez se trata de un peón de albañil que ha malgastado parte de la paga bebiéndose una cantidad excesiva de alcohol, piensas mientras el tipo ha comenzado a murmurar: «tú…, ¡sí!, sí…». Su dicción te hace sonreír al traerte a la memoria algún tipo de cacareo cuando se lanza a farfullar los mismos monosílabos: «¡ah!, sí…, sí… tú… ¡ah… sí…!», la lengua silbante, los ojos acuosos por culpa del alcohol. Mientras se esfuerza por zafarse de la bicicleta, tú, con sentimiento impostado, sigues sopesando la idea de echarle un cable. De modo que te agachas, todavía más y, sujetándolo por las axilas, frenando la náusea, tiras de él y lo incorporas hasta que logras acomodarlo encima de la mochila, y al soltarlo te preguntas si algún vecino se habrá asomado a la ventana y te habrá visto encima de él. Si te ha imaginado robándole.

Pasan los segundos, te apartas del tipo que vuelve a señalar con el dedo índice al mismo tiempo que sus pequeños ojos centellean. Eugenia de Montijo, dices alejándote unos pasos. Eugenia de Montijo, repites dando por hecho que no te entiende mientras la calle continúa pareciéndote el escenario de una película y el tipo es incapaz de soltarse del estribo. Está en tus manos liberarle, aunque si le ofreces ayuda, puede pillarte desprevenida, golpearte y abusar de ti con facilidad.

Entonces adivinas la marquesina de la parada del autobús a unos metros de donde te encuentras. Tal vez lo mejor sea arrimarlo a su luz. Alguien lo descubrirá en algún momento de la noche. Puedes llamar al 112 para que se encarguen de él. Aunque es muy posible que la policía busque vincularte con el tipo mientras informas de lo sucedido, y no tienes intención de que eso suceda. Algunas personas salen perdiendo en su intento por tenderle la mano a un desconocido. «¡Ah!, sí…, sí… tú…». Esos monosílabos ahora te incomodan mientras crees que el tipo te observa como si fueses responsable de cada uno de sus males. De haberse orinado en los pantalones o de haber perdido el empleo. O de lo que sea. «Está bien», farfullas para tus adentros. Te agachas, liberas su bota, tiras de él con fuerza y lo arrastras hasta que logras apoyarlo en la marquesina. Entonces el tipo se vence hacia un costado, como si fuera un pelele, y se queda profundamente dormido. Está bien… Tu pensamiento se centra ahora en el calor de tu cama. Has hecho lo que has podido por el desconocido, le has preguntado su nombre y lo has arrastrado hasta la marquesina, y su infortunio es algo que a ti ni te va ni te viene. Se trata de alguien que nunca vas a volver a ver. Así que, dejándole a su suerte, te largas a casa sin importarte su nombre ni su condición.

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