En mi paseo habitual hacia el centro donde se me ha concedido un exquisito trabajo a tiempo parcial, no pude evitar ver la cosa más asombrosa: una señora con su perrito. El lector se preguntará, y con razón, qué tiene eso de extraordinario. Pues bien, trataré de explicar lo que vi, nada más que lo que vi, con pelos y señales, y al final de mi informe, estoy seguro de que cualquier lector compartirá mi asombro.

Era una mañana de enero no muy fría, tampoco muy cálida, en la que los transeúntes se paseaban enfundados en sus abrigos. La calle mayor se llenaba de oleadas de ellos que iban a sus trabajos, o bien a tomar un café, y dada la avanzada media de edad de aquella población, esta era una actividad mayoritaria, a pesar, eso sí, de las dificultades para llegar a fin de mes de un sector de la población que ni entraba en el umbral de pobreza ni recibía en todos los casos pensión por jubilación. Sospecho que la mujer que describiré a continuación entraba en esa franja, aunque no puedo asegurarlo al cien por cien, como demostraré en lo sucesivo.

De repente, una señora entró en mi campo de visión, únicamente de espaldas, con un perrito que la acompañaba sutilmente atado a una cadena que ella llevaba, como es usual en las costumbres de canes domesticados por humanos que transitan por vías públicas en horas de paso frecuente de paseantes y policías, ya que no está permitido que un can pasee sin cadenita y sin dueño que tire de ella. El ejemplar -y no me refiero aquí al can- era particularísimo, muy digno de pasearse por las calles de cualquier pueblo o ciudad venida a menos. Allí estaba, de espaldas y delante de mí, exhibiendo su marroneidad: su abrigo y su pelo parecían uno, marrón, por supuesto, y rizado. Es más, toda ella parecía un segundo perro, incluso cabría decir que ella era más perruna que el que la acompañaba al otro lado de la correa.

La apariencia de la señora había eclipsado mi visión de su acompañante. Al posar mis ojos sobre él, un sentimiento de euforia me invadió de repente. Se parecía a Canela, una Welsh Corgi que había tenido durante gran parte de mi infancia. La visión de aquel galgo despertó en mí un apetito de volver a un pasado que el ojo humano se esfuerza por evocar con una ternura desmesurada. Me acerqué más a la pareja para observar al chucho y volver a la ensoñación tan dulce de cuando vivía mi perrita. De repente, un fino sentimiento de culpabilidad recorrió mis entrañas seguido de un duro autorreproche: ¿solo te fijas en ese perro como soporte para tus propios recuerdos? ¿No te da vergüenza? Inmediatamente, recapacité y le di la razón a aquella instancia opresora que al parecer iba ganando terreno dentro de mí. Sí, me esforcé en decirle. Miraré a ese perro por lo que es él en sí mismo, fuera de mis proyecciones subjetivas. Buscaré el fenómeno perro, porque seguro que existe un perro independientemente de mi mirada y mi percepción del fenómeno en cuestión.

Estuve aproximadamente una hora siguiendo a la pareja de perros, -pues ya dije que la señora merecía el título tanto como su mascota- durante la cual anduve reflexionando sobre la posible relación entre la marroneidad de la pareja y la perruneidad de ambos, es decir, su esencia como perros, y también sobre la esencia de ambos fenómenos con independencia de mi percepción de estos. Debieron notar algo raro, y entonces el perro y su ama se dieron la vuelta. El primero era una réplica exacta de mi chucho antepasado. La segunda, en cambio, era algo inexacta para ser la dueña de un fiel perro domesticado. Fundamentalmente, porque carecía de rasgos definitorios que pudiesen asignar a su rostro un contenido fiable, preciso, palpable. No era una cara precisa lo que había entre su cabellera y su cuello, sino otra cosa muy distinta, de más allá, de un más allá cercano, tal vez más próximo al más acá, pero impalpable en cualquier caso.

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