La ciudad y su lago con olor prestado del mar

La ciudad y su lago con olor prestado del mar

Elda

07/03/2019

Al salir del trabajo Leo me lleva a casa. Eso me pone muy nerviosa, pero acepto. Me sujeto a su cintura, me toma de la mano indicándome donde debo colocarla con más fuerza. Le abrazo por detrás discretamente, mis manos sudan. Me muestra también donde tengo que apoyar mis pies, no es como la tierra firme, temo perder en el trayecto una sandalia. Es mi primera vez.

Avanzamos, hace calor. El viento caliente me desordena el pelo, con una mano trato de domarlo, es imposible, lo dejo.

En la autopista con la velocidad, el horizonte alrededor es una línea verde. Giramos a la izquierda para adentrarnos en la ciudad serpenteando los edificios. Es la hora punta. Sorteamos una fila de coches que parece perderse en el infinito, no es correcto, pero Leo es así, impaciente. Nos detenemos en un semáforo, pienso en ese instante detenido, yo abrazada a él sólo por las circunstancias. A mi derecha, en un coche una familia escucha música de niños, el conductor canta animado tratando de calmar a un bebé que llora desconsoladamente en el asiento trasero.A la izquierda, una camioneta de reparto, el copiloto me guiña el ojo, me bajo con incomodidad un poco más la falda tratando de tapar mis rodillas. Seguimos.

Transitamos frente a la escuela de música. Están los muchachos afuera con los instrumentos en la funda, uno de ellos toca a solas el clarinete bajo un árbol. Nos alejamos dejando a la melodía desaparecer. Recorremos el centro de la ciudad, el tráfico se desordena aún más, un policía pita y suda a borbotones tratando de acomodarlo con poco resultado. A un lado, el lago en calma desprende un olor prestado del mar, al otro, una ciudad indomable, rebelde, que sus habitantes aman sin saber por qué, como cuando se tiene a un amante complejo, enrevesado, difícil de dejar. Nos interrumpe el paso un destartalado autobús atestado de gente, por la ventana sale un reggaetón que grita el altavoz a todo volumen, en la puerta un muchacho alegre va colgado haciendo la percusión contra la carrocería. Nos indica con la mano que el autobús se va a detener. Baja una mujer joven con una niña dormida en brazos sobre una pequeña toalla que lleva apoyada sobre el hombro.

Adelantamos el vehículo y pasamos frente a una iglesia pintada de azul intenso como en cuento de hadas con un final feliz, me gusta, siempre me ha gustado el color azul. Observo que la pared lateral la tiene desnuda, dejando ver la piedra original de caña y barro atestiguando el paso del tiempo.

Doblamos a la derecha y desembocamos en el parque de mi infancia, me veo a mí misma de niña, corriendo en los puentes junto a mi hermano con un helado en mis manos para ver las fuentes que cambian de color, azul, verde, ahora amarillo, se intercalan, cambian de intensidad, suben y bajan, saltamos de alegría, siento pequeñas gotitas de agua en el rostro, mis padres vigilándonos sentados en un banco. Ya nada es igual, ahora es un viejo parque deteriorado con un exagerado cartel de rehabilitación con propaganda de gobierno. Tiene años así.

Una nube se atraviesa el sol inclemente dándonos una pequeña tregua. De pronto, un frenazo inesperado por culpa de un taxista imprudente hace abrazarme con intensidad a la cintura de Leo, me asusto. Leo suelta violentamente unos improperios que acompaña batiendo sus manos, se indigna, se calma, voltea hacia atrás, me mira y me pregunta si estoy bien. Me llevo las dos manos al corazón y asiento con la cabeza. Sonrío, él me corresponde. Seguimos.

Nos detenemos en un semáforo antes de salir de la ciudad. Un señor mayor atraviesa la calle, lleva dos bolsas de supermercado y un bastón, sus pies arrastran el paso de los años, cuando el semáforo cambia a verde el anciano aún no ha terminado de pasar, un coche le pita, el señor alza el bastón amenazante.

Atrás dejamos el bullicio de la ciudad. En la autopista me invade el deseo de dejar caer mi rostro sobre la espalda de Leo. No lo hago, sé las consecuencias, no somos libres. Él ajusta el retrovisor para mirarme por instantes fugaces mientras coordina la conducción. Al darme cuenta intento perder mi mirada en otra dirección para no encontrarme con sus ojos.

Entramos en la urbanización donde vivo en las afueras de la ciudad. Llegamos a mi calle, está vacía, es la hora de la siesta, el calor apremia y la hunde en un letargo. Me bajo, sonrío, Leo me pregunta si todo está bien, le doy las gracias y nos despedimos. Mientras entro a casa, escucho el rugido de su moto alejarse, en su espalda se lleva mis sensaciones. En la puerta le doy vuelta a la llave y pienso como nos quedamos debiéndonos la ciudad. Nuestra ciudad.

Casco Central de Maracaibo

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