Recosté mi cuerpo sobre el asfalto mojado. La humedad cubrió mi piel color ceniza, el color de la tierra que me crió, mis raíces siguen intactas, se amarran a mi garganta en un trueno perpetuo. Por estos lugares nunca llueve (y el sol arde), por eso cuando lo hace cada gota es una bendición. La greda huele a mezcla de hierbas, jarillas, cardones en flor, y el asfalto hierve. La gente se esconde, de pronto las calles desiertas se colman con la musicalidad de la garúa, el viento, la calma quebrada por los truenos que resuenan en un eco en lo alto de las montañas, roca sobre roca que colapsa en cantos desde quebradas pérdidas allá en lo alto.

Mi calle es un sendero, de piedras que ruedan y pájaros dormidos. Mi calle, canta cada vez que una tormenta la acaricia. Mi calle que es mía y del barrio, se vuelve de pronto y de improviso un río en crecida, como un torrente amanecido que nutre mis pupilas.

Un corro de niños sumerge el sueño en gritos y chapoteos, levanto mi cuerpo, cansado, mojado, frío y los veo, borrosos por el agua en mis pestañas, sonrió, levanto mis brazos y miro al cielo desparramándose en millones de gotas que estallan pequeñas en un charco, ahí en la puerta de mi casa.

Los guaraníes creen que cuando la lluvia cae es Dios quien está hablando desde el cielo, por lo tanto tiene algo de sagrado. Por eso la lluvia es sagrada y se celebra, es también una forma de bendición. En mi calle, mi barrio, mi pueblo la lluvia se celebra en canción, en harina, albahaca y danzando, la lluvia huele a Chaya.

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