La Chica de la Bicicleta Verde

La Chica de la Bicicleta Verde

Mirta Calabrese

27/02/2019

Mi calle, la de siempre, la de mi barrio, la de mi infancia, la calle de los juegos a la hora de la siesta, había adquirido desde hacía un tiempo una importancia distinta e inusitada. Una chica preciosa pasaba cada día por mi calle, el cabello le caía sobre los hombros como una cascada rojiza, iba montada en una bicicleta verde, me llamaba la atención el color verde brillante de la bici y más me intrigaba saber quién era ella.

Deduje que debía ir al instituto que estaba al otro lado del puente viejo. Cada día aguardaba a que pasara, ella pedaleaba muy de prisa por lo cual el tiempo que tenía para admirarla era muy corto, llevaba un vestido con florcitas azules, casi nunca usaba pantalones como las otras chicas, una bolsa de colores colgada del manillar y su mirada fija en el camino sin desviar ni por un momento.

Llegué a cambiar muchas de mis rutinas para asegurarme que cuando ella pasara yo estaría allí para mirarla, solo eso, porque no me atrevía a hacer nada para lograr entablar un diálogo por más simple que fuera y llamar su atención.

Traté con disimulo de investigar un poco, averigüé su nombre inventando que mi abuela necesitaba aspirinas, otro día gasas y otro vendas elásticas para ir a la farmacia, traté de olvidarme de mi maldita timidez y pude hablar con Alice, que según los datos que tenía era compañera de clases de la chica de mis sueños. La hija del farmacéutico parecía algo antipática pero con paciencia y tratando de entrar en conversación me contó que Clarice era la mayor de cinco hermanos de una familia alemana, tenía que cuidarlos y ayudar en su casa, aparte de estudiar. No sabía mucho más, dijo que era muy callada y siempre parecía preocupada.

Los días se hacían interminables, Clarice no había vuelto a pasear en bici por mi calle. Dejaba las cortinas del salón abiertas para vigilar, con los consiguientes reproches de mi madre que no comprendía qué me sucedía. Estaba dispuesto para cuánto recado hacía falta con tal de andar por la calle. Tenía una vaga idea del barrio donde ella vivía, decidí entonces coger mi vieja bici y salir a recorrer, a ver si por esas casualidades que tiene la vida la encontraba, aunque esto no ocurría por más que lo intentaba una y otra vez.

Uno de los días que daba una vuelta de reconocimiento, como me gustaba decir, siempre con la esperanza de volver a ver a Clarice, fui en dirección hacia el puente viejo, un lugar casi emblemático de mi pueblo. No podía creerlo, pero sí, la reconocí a lo lejos, era ella, por lo visto cruzaría el puente. Apoyé la bicicleta en el muro para esperar, mi oportunidad había llegado y esta vez estaba decidido a hablarle. El corazón me latía muy fuerte, trataba de calmarme y pensaba:

“Martín, tranquilo, qué cosa podrás inventar ahora para hablar con ella, ¡Piensa hombre, piensa!»

Mientras estaba en esas cavilaciones Clarice se acercaba en su bici verde. Me distraje unos instantes en estirar mi camiseta y en tratar de peinarme un poco con las manos, mientras saludaba a Don José que hacía el reparto del pan como cada día.

No sé cómo pasó, todo ocurrió de pronto, aquella visión me angustió y sorprendió de tal modo que no pude detenerme a pensar, solo cogí la bicicleta, pedaleé como nunca hasta no sentir las piernas, la calle me pareció infinita, llegué sin aliento, Clarice estaba encaramada en el borde del puente mirando hacia abajo mientras se inclinaba, su cabello rojo se agitaba con el viento, su vestido con flores se hinchaba como la vela de un barco a la deriva, mis manos trataban de alcanzarla, solo conseguía rozar apenas su cuerpo frágil. Al borde de la desesperación por fin logré atraerla con fuerza hacia mí tirando de su vestido, los dos rodamos por el suelo, nos hicimos daño, las piedras sueltas se nos incrustaron en la espalda y en las piernas, pero eso ya no importaba. La mantenía aferrada a mi cuerpo, ella lloraba desconsolada mientras nos mojaba la llovizna fría que había comenzado a caer. Ese día pasé de ser un adolescente imberbe a ser una persona responsable, me convertí en un adulto en pocos minutos.

No podía reprocharle nada, ni preguntarle el porqué, solo sentía que debía abrazarla muy fuerte. A nuestro lado su bicicleta verde abandonada en el suelo brillaba aún más con las gotas de la lluvia.

Era un testigo mudo de una tragedia, de la cual habíamos escapado los dos..

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS