Amelia había sido prostituta.

Vivía en la calle donde un día estuvo mi colegio, en una casita alquilada, astrosa y maltrecha: no podía permitirse nada mejor con su exigua pensión no contributiva y posiblemente se hubiera sentido como pez fuera del agua en un inmueble alejado del proscenio decadente y sórdido como fue el del barrio de La alameda de Hércules en donde ella vivió y ejerció su profesión.

Se pasaba las horas sola, sentada en una silla de enea, en la puerta de la calle, con su radio a pilas pegado al oído… Junto a la silla rara vez faltaba un cartón de vino y un cigarrillo entre sus esclerosados dedos.

Un día, al pasar por su puerta, me llamó. Me pidió que le hiciera un recado: comprarle tabaco. Eran otros tiempos y las autoridades no ponían objeciones al hecho de que un menor pudiera comprar tabaco o incluso alcohol. Amelia apenas podía caminar debido a que tenía una pierna atrofiada que, de vez en cuando, se le hinchaba y ulceraba. Así que accedí a hacer el encargo. Meses después me contó que hacía muchos años que un fulano le malogró la pierna de una paliza. Amelia, en represalia le clavó un cuchillo en el pecho por lo que pasó un tiempo a la sombra, en el ala de mujeres de la Penitenciaría de Ranilla, donde la pelaron al rape y la fumigaron con Fly-Tox. De nada sirvió su alegato de legítima defensa: en aquellos tiempos la palabra de una puta no valía nada.

Amelia frisaba los setenta años o quizás tenía menos porque tal vez su azarosa vida la había avejentado más de lo deseado. Tenía el pelo lacio, estropajoso y mal cortado, de una tonalidad leonada pero que pudo haber sido rubio, e incluso hermoso en otro tiempo. Era más bien baja, ni gorda ni delgada y ciertamente despreocupada a la hora de combinar colores en su estrafalaria indumentaria; fumaba como un carretero, bebía como un cosaco, decía tacos como puños y a veces escupía como una desalmada.

Cada mañana, mientras aguardaba la apertura de la escuela, me sentaba a charlar con ella en la puerta. Nunca me importaron las miradas reprobatorias de quienes, al pasar por la calle, se preguntaban qué diablos hacía un niño hablando con aquella vieja lenguaraz de censurable reputación que me contaba historias de su tumultuosa vida en los ambientes trasgresores y bohemios de las alcoholadas noches de juergas y desenfreno, de timbas clandestinas y de redadas policiales.

Un día me habló de una hija que separaron de ella al nacer. No sabía quién era el padre: pudo haber sido cualquiera… Amelia me decía que una golfa, como ella misma se autocalificaba, no era la persona más idónea para criar, como Dios manda, a una niña.

Me contaba que su hija era muy afortunada, que había tenido suerte en la vida, porque tenía un marido que la quería, un buen trabajo, una bonita casa…. No como ella, cuya biografía de mierda solo estaba plena de excesos, broncas, farras, palizas y borracheras…

Siempre sospeché que nada sabía de su hija, ni siquiera su nombre que jamás pronunció, y que se había inventado para ella una vida honesta, tranquila y ordenada: antítesis de la suya propia.

Cuando hablaba de su hija siempre se quedaba silente un buen rato. Entonces, de repente, cambiaba el semblante, se atusaba el pelo, aplastaba el agónico cigarrillo en un cenicero, sacaba del bolsillo de su bata un paquete de Káiser, me ofrecía un cigarrillo (yo entonces ya fumaba) y decía con voz taimada y aguardentosa: “¡venga Guerrita vamos a echar un cigarrito coño!”

Una tarde fui a visitarla. La puerta estaba cerrada. Pregunté por ella. Me dijeron que una ambulancia se la había llevado al hospital.

Nunca más volví a verla.

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