Después de desayunar en el hotel y antes de salir a conocer la ciudad de Cusco, pasamos por el salón donde nos esperaba el consabido té de coca necesario para prevenir el “mal de altura” o para no “apunarse”, como decimos por aquí. Un empleado nos detuvo antes del té para invitarnos a escuchar a su banda que tocaría esa noche, 31 de diciembre, en un bar cercano y sugirió que fuéramos después de bailar.

Agradecimos la propuesta y salimos sin rumbo fijo disfrutando del placer de caminar entre colores, porque si algo tiene Cusco que enamora son los colores del paisaje, de su gente, y sobre todo de la feria callejera que ese día vestía de amarillo! Amarillo de papel picado, amarillo de accesorios de cotillón para la noche, amarillo de corpiños y bombachas para estrenar el año, amarillo de etiquetas de sidra y de pan dulce. Nosotras, sorprendidas ante tanta energía contagiosa nos probamos anteojos, bonetes, y compramos algunas chucherías para el festejo mientras escuchábamos a la vendedora repetir el cotillón es para estrenar «después de bailar”. Perplejas ante la insistencia de la frase, asentimos con la cabeza y nos fuimos.

No estaba dentro de nuestros planes bailar, sino cenar en algún lugar agradable, llegar a la Plaza principal iluminada y acercarnos al bar para escuchar a la banda de música, aunque presentimos sería una noche más divertida de lo esperado.

Munidas de nuestros lentes con la inscripción del nuevo año, y abrigadas para enfrentar los 10º de temperatura, nos fuimos a cenar. La gente iba y venía por las veredas iluminadas de fiesta. Elegimos una mesa a la calle, pedimos el menú y aunque nos ofrecieron un delicioso cuy – roedor andino que por cierto impresionaba – acompañado por papines a la olla, preferimos un plato menos exótico y pedimos el ceviche de pescados, plato tradicional del Perú. No llegamos al postre y mucho menos al brindis con champagne. La plaza nos esperaba, toda la gente iba hacia allá.

La Catedral estaría abierta durante la noche para que tanto incas como católicos rindieran culto a sus respectivos dioses, uno ubicado a la entrada del templo y el otro en el altar principal.

Las escalinatas alrededor de la plaza fueron ocupándose con turistas curiosos. A las doce en punto se inauguró el Año Nuevo! Brindamos con cerveza y repartimos abrazos, baile y alegría. De repente fueron llegando grupos de jóvenes desde los albergues para festejar. La Plaza desbordaba!

Ante nuestra mirada atónita la gente comenzaba a correr, no entendíamos qué pasaba, pero a nadie sorprendía. Una masa homogénea de personas se fue ordenando naturalmente mientras se desplazaba en sentido de las agujas del reloj tirando papel picado y monedas, sí, monedas hacia atrás, dejando de lado el año viejo y corriendo hacia el nuevo. Era una fiesta de locos donde todos participamos, no importaba de dónde venías ni a quién conocías previamente, allí éramos un enorme grupo de amigos. Los lugareños fueron los últimos en llegar “después de bailar”, y no después de brindar como lo hacemos en casa. Esa era la consigna que no habíamos comprendido antes. Allí bailan, cantan, comparten!

Entre tanta revuelta, bombas de estruendo y fuegos artificiales, caminé hacia la recova y vi una hilera de personas sentadas en el suelo vestidas con sus coloridos trajes típicos. Me intrigaba saber qué estaban haciendo y les pregunté por qué no participaban de la fiesta. Porque estamos esperando el amanecer, fue la insólita respuesta.

Iban a permanecer allí hasta la madrugada en una ceremonia silenciosa, íntima, mística, hasta que apareciera INTI, el dios ancestral más venerado, el dios amarillo, el dios de la energía, el SOL.

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