El último balonazo

El último balonazo

Marc Renton

12/12/2018

El fútbol eran adoquines y sangre en las rodillas, porterías con farolas y buzones por postes, feliz caos de todos contra todos, balones debajo de los coches, partidos que terminaban cuando un ejército de madres anunciaba que era hora de cenar. El fútbol de la infancia de Marcos era, por encima de todo, calle.

Hacía varios días que no bajaba a jugar. Desde el funeral -el primero al que había asistido jamás-, Marcos había estado encerrado en casa intentando entender por qué la tristeza, siendo una emoción, le dolía tanto en el pecho y en las sienes. Cuando finalmente bajó de nuevo a la calle, sus amigos lo miraron apesadumbrados, con esa pena sin condescendencia alguna que solo los niños son capaces de sentir. Marcos, sin cruzar una palabra con nadie, pegó una patada al balón y empezó el encuentro. El partido se inició en la Plaza Mayor y se fue desplazando a otros lugares del pueblo. La Calle Ancha, el parque de detrás de la Iglesia, el aparcamiento del teatro. Fluía de forma natural por las calles del pueblo, como una procesión sin capirotes ni pasos pero con la misma carga de fe y religiosidad; aunque el dios al que rezaban todos esos niños era pagano: la pelota.

Cuando llegaron a la calle a la que nadie quería llegar ese día, el partido se detuvo unos segundos. Todos miraban a Marcos. Hasta el funeral, esa era una de sus calles preferidas para jugar a fútbol. Era dar un balonazo a la puerta del número seis y la diversión estaba asegurada. A los pocos segundos del pelotazo, salía una mujer muy mayor y muy gruñona blasfemando y maldiciendo a “los criminales” que destrozaban el portal de su casa. Entonces todos los niños salían corriendo, mirándose unos a otros y desternillándose de risa como si les estuvieran haciendo cosquillas en los pies.

Marcos, conduciendo el balón, avanzó por la calle mientras el resto de niños lo observaba con la respiración entrecortada por el cansancio. Se situó delante del número seis. Chutó con todas sus fuerzas contra la puerta. No hubo reacción desde dentro de la casa. Volvió a chutar. Nada. Un disparo más, y otro, y otro, y otro. Cada vez con el rostro de Marcos más desencajado, cada vez con más dolor en pecho y sienes. Al darse cuenta de que por más balonazos que diera a esa puerta nadie la abriría, Marcos se derrumbó y empezó a llorar. La pelota, olvidada, pasó junto a él y se perdió calle abajo, titubeando como un turista sin mapa.

El resto de niños recogió el balón y siguió el partido, alejándose de la calle y de la estatua en que se había convertido Marcos. Como muestra de respeto a su amigo, esa tarde no celebrarían los goles. Cuando su llanto finalmente cesó, Marcos alzó la cabeza para mirar el portal número seis. La mujer mayor y gruñona, su abuela, jamás volvería a salir a regañarle a él y a sus amigos. Fue en ese instante cuando Marcos, por primera vez en su vida, comprendió la dimensión de aquello que los adultos llamaban muerte. Con el reverso de la mano se secó las lágrimas de los ojos. Bastaría con una buena carrera para alcanzar de nuevo el partido ambulante. La vida a veces se detenía, pensó Marcos, pero por suerte el fútbol en las calles del pueblo jamás lo hacía.

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