Me gusta tomar café, no tiene que ver con los beneficios científicos comprobados de la bebida. El encanto de ese diario ritual, aún rodeado de gente reside en su simpleza y privacidad.

Confieso que cuando en mis solitarios momentos frente a una taza del renegrido y dorado elixir, sus especiadas notas penetran mi olfato, es el momento exacto donde alcanzo el trance que permite abstraerme de todo comunicarme conmigo mismo como en mis mejores sesiones de respiración consciente y perdonar esos pensamientos inútiles que ni terminan de encontrar punto final ni tienen el coraje de marcharse.

Donde acostumbro beberlo, las mozas miman a sus clientes con dibujos en la espuma, si tuviera que elegir entre el corazón y la pluma estaría realmente en apuros.

El bar está emplazado en un edificio antiguo y sus grandes vidrieras atrapan como los ojos de mi amor. Desde mi cómodo sitial a través de ellas puedo sopesar lo que amo, lo que no tanto y lo que nunca podría.

Hay una bonita Iglesia, una prolija plaza circundada de jacarandaes, va y viene gente alegre de andar sereno y amabilidad pueblerina, los pájaros rompen la monotonía al soltar su vuelo en cada campanada que da el reloj que el sol tiñe de dorado. El monumento ha perdido la memoria de lo que debía contar y es mudo testigo de todo lo que acontece por las diagonales.

En las mañanas en que el sol se muestra, aún las más frescas, el humeante ceremonial con mi turbia bebida se muda a las gastadas mesas de madera en la vereda. Añorando sentir la brisa de las terrazas de París con el otoño en la piel, leo.

Bicicletas de colores giran por las calles adornadas con globos y flores, timbres y bocinas suenan frenéticamente, niños de una colonia de vacaciones se manifiestan celebrando el inicio de un nuevo año.

De repente, un movimiento rastrero interrumpe mi nostalgia, abandona el contingente y se acerca como distraído hacia mí. Casi sin verlo supe de su presencia. Como frecuentemente pasa con las cosas que nos importan pero que registramos recién perdidas.

En esa fría mañana del mediterráneo de mi soledad él traía un simpático hocico embarrado y húmedo junto a su mirada pícara era demasiada competencia para un libro sin alma, cerrado en una página para el olvido.

Se detuvo, quedamos frente a frente, subió sus ojos hasta alcanzarme y coincidimos en una enorme tristeza común que la arrogancia del hombre había forjado con el tiempo.

Se removió inquieto, al hablarle, bajó las orejas atigradas y apuntó su nariz al centro de mis pantalones claros. En un intercambio de pelo embarrado y cariñosos tirones de orejas nos reconocimos, él mi cachorro y yo su niño.

La punta de una medialuna mezquina y un aluvión de caricias le robaron un plácido gruñido. Su cola marcaba un vertiginoso rumbo pendular que ahuyentaba alegremente una interminable colección de injustas penas.

Por un instante me encontré reflexionando sobre la extraña y sólida conexión que nos une a esas inocentes criaturas. Quise pararme para pagar su pata se apoyó en mi pierna, fue una intuitiva zancadilla a mi corazón. El silencio que sobrevino fue todo mío.

Acomodé mi bandolera, con las manos en los bolsillos comencé a desandar tres esquinas de la bonita plaza. Él caminaba exactamente delante, pisando mi sombra para no dejarme escapar.

El Banco de la Nación se avecinaba, ensayaba como decirle adiós, no sabía adonde encontraría el valor. Ante el edificio de la esquina detuve mis pasos y juro que lo supo. Se acostó resoplando, las patitas hacia adelante la cabeza apoyada en ellas. Realizó un movimiento gracioso al tirar las orejas hacia atrás y mostrarme su hermosa cara. Lengua afuera ojos de lado a lado directo a los míos, compartimos la tristeza del perdedor.

Me agazapé a su lado, en una caricia que sentí interminable pretendí decir algo, pero no pude. Se incorporó desperezando su desinterés mientras bostezaba me dio la espalda y emprendió un trote ágil hacia las palomas que comían a expensas de un par de pensionados las traspasó y en el alocado vuelo desordenado desapareció como quien se pierde en la galera de un mago.

Quedé absorto. Merecía otro final esta historia, Chico, pero sólo atiné a recordar la vieja frase que leí a la entrada de la perrera municipal: “la mirada de un perro es un espejo donde puedes ver reflejada la grandeza de tu alma”.

Me sentí miserablemente pequeño y en silencio, lloré.

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