Había una vez una niña sin nacer, que vivía inocente del mundo en los sueños de su madre. Claro que la mamita ya no era tan inocente de muchas cosas, especialmente por el papito, quien se dejaba llevar por las ganas de explorarse a sí mismo en el otro, en ella que era su otro yo, su media naranja, el lado iluminado de su alma gemela, su cariñito para toda la vida, su maravilloso amor hasta más allá de las nubes, hasta las estrellas.
Y la niña sin nacer, inocente de lo que fraguaban estos dos, plácida en el sacro reposo de la nada, disfrutaba de una dicha sin fin; pero la prodigiosa fecundidad de la vida, ayudada con un soplo del aliento divino, la naturaleza y Dios confabulados, ya le tenían deparado un insólito destino. Antes de existir ya estaba hecha con la misma estampa de la madre, quien la fraguaba en sus pensamientos más íntimos. Ya se la imaginaba como imaginándose a sí misma con los ojos celestes, el cabello rojizo como el de ella y ensortijado como el del papá, con su serena y elocuente inteligencia envuelta en su radiante sonrisa, siempre tan brillante como el sol. La imaginaba como a ella misma, a su propia madre y a su abuela, igual que a todas las mujeres de su linaje matriarcal, incluso las originarias tátaras, tátaras, tátaras abuelas de la línea familiar y –aseveran algunos parientes– de toda la humanidad: una fábrica de vientres, de nietas, de bisnietas y tataranietas, tantas como para poblar hasta el último rincón del planeta. Y el papá, inexorablemente abuelo, bisabuelo y tatarabuelo, con el maravilloso regalo de su sangre viva cabalgando por los siglos.
Claro que la mamita quiere cumplir su propio sueño natural de jugar con una hermosa muñeca que sea ella misma salida de sus entrañas. Y el papito la ama con todo el corazón, especialmente cuando sonríe y se acerca a él para acariciarle el mentón, llenarlo de besos hasta hacerlo caer en su tentación más placentera, en el éxtasis de su extraordinaria desnudez a su disposición, con la invitación a la prodigiosa danza universal, que transforma sus dos cuerpos en uno y luego en tres…¡Oh, divina providencia! Incluso aun sin saber de su existencia, el papito ya ama sin ningún límite, hasta el infinito y más allá, a su divina hijita sin nacer, aunque ya gestándose sin querer, queriendo…
Claro que hasta ese momento no ha pensado tener hijos. Si nacieran y fueran como he sabido ser yo de hijo –se ha dicho–, prefiero no tenerlos. Qué tal que sean igual de ingratos y desobedientes, que me hagan pasar tantas vergüenzas en público, que me llamen a la escuela por indisciplinados o por notas deficientes, que me hagan esperarlos toda una noche sin dormir mientras se divierten en su desenfreno juvenil sin pensar en uno, que conozcan las drogas dañinas y se aferren a ellas incluso por encima del amor a la familia, que prefieran las tabernas más que las bibliotecas, el crimen más que la justicia, el libertinaje vicioso más que el oficio virtuoso… Que me atrapen a sus propias vidas incluso por sobre la mía. Por eso prefiero no tener hijos.
A veces, en su hogar, decide prestar atención a sus vecinos en sus peleas familiares con sus hijas adolescentes, las mismas que le acosan desde lejos. Qué tal tener hijas como esas vecinitas mías –se ha aconsejado a sí mismo–, ¡Dios no quiera! Que me provocan todo el tiempo, escondidas al otro lado de la montaña. Se la pasan vociferando improperios y deseando mi muerte. Sus madres lloran a diario y sus padres viven con el corazón completamente destrozado. Son unas escandalosas y desobedientes que les gusta ladrar como a los perros cuando oyen pasar al caminante, unas zánganas sin oficio que piensan con la vagina, o con las ubres, o con el sentadero y peor aún, que son la condena de los que tienen que quitarles el hambre y taparles la desnudez. Sospecho que lo último les da más trabajo que lo primero… No se ganan el pan que se comen y, sin embargo, muerden la mano que se los da. Hijas así serían mi deshonra, me harían llorar lágrimas de sangre hasta la sepultura,
Todas estas ideas se habían sabido sumar al consejo diario de los amigos: –¡no sea pendejo, no se encarte para el resto de la vida! ¡Cuidado mete las de caminar! ¡Los hijos son una lotería, son un gasto que no termina, una inversión que no se rescata! ¡Con los hijos se acaba la libertad y empieza la obligación!
En cambio, ella no se cambiaba por nadie cuando su luna periódica no llegó y se retrasó tanto que realmente sospechó de un posible embarazo. Luego los mareos, el vómito y esas ganas de desmayarse, todo junto le sembró una duda razonable, hasta el insólito momento donde empezó a sentir los movimientos de una nueva creatura gestándose en su interior.Entonces fue hasta la Catedral de la Santísima Trinidad y de rodillas frente a la estatua de San Antonio, luego de prenderle siete velitas, se confesó:
–Gracias amado santico que en la mesa gloriosa de Cristo reposas.Solamente óyeme ésta, que es la misma de la semana pasada y de la semana que viene… Que se ponga feliz por la nueva noticia cuando le cuente que ya somos una familia de verdad y me proponga matrimonio. Con toda mi fe en Cristo y en la iglesia, quiero estar ante Dios, ligada para siempre a ser su vientre dispuesto para nuestros hijos, fiel a este amor que me hace verlo como si fuera otra parte de mí, la otra mitad de mi alma dividida y ahora también, por la gracia divina y por él, multiplicada. Acepto el dolor que se acerca y aunque me desgarre hasta el alma, la quiero entre mis brazos y alimentarla con mi seno.Les amo hasta el cielo y de eso eres testigo.Ahora sí somos una familia.
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