¿Por qué está triste Sophia?

¿Por qué está triste Sophia?

Pedro Diaz Muñoz

10/12/2017

Llenaban las paredes del piso donde vivían, y también las de la consulta en la planta de abajo, agrupadas según misteriosos patrones que nada tenían que ver con la proximidad temporal ni con la afinidad temática, ni siquiera con el tamaño, forma, o tipo de marco; así, instantáneas de momentos muy alejados compartían un mismo rincón, de manera que el dolor contenido captado en un velatorio podía aparecer al lado de la alegría rebosante de un instante de unas vacaciones en la playa que acontecieron muchos años más tarde.

El testigo que detuviera su mirada en aquellas paredes, ya fuera mientras esperaba a ser atendido por el doctor, o ya porque visitara a la familia, captaría una realidad que, aunque con una organización caótica, pretendía reflejar fiel y exhaustiva la historia de aquella familia de la burguesía acomodada que disfrutaba de la paz y el bienestar de una ciudad del norte de Europa. Quizá lo primero que llamaría su atención sería aquella imagen ampliada de la familia al completo en el salón de la casa; se fijaría en el rostro sereno de Lars y en la sonrisa relajada de Inger, e identificaría delante a Sophia, la hija de diez años, que reía abiertamente mirando de reojo al pequeño Anders que probablemente acababa de hacer una gamberrada, mientras en la esquina del recuadro la hermana mediana, Karin, ajena a lo que pasaba alrededor, parecía un añadido artificial a la escena. Se detendría luego ante el recorte enmarcado de una portada de un periódico de gran tirada nacional que, a poco de acabar la guerra, mostraba una amplia imagen gráfica donde un joven Lars recibía del Rey la máxima condecoración por su heroico comportamiento durante la ocupación alemana cuando, según explicaba el extenso panegírico a cuatro columnas, había arriesgado su profesión y su libertad para salvar tantas vidas de compatriotas.

Después, su errática contemplación le permitiría ver tres fotos casi idénticas, aunque con unos dos años de diferencia entre ellas, que casi repetían la misma imagen: en la cama del hospital una feliz Inger con un bebé en brazos, y, al lado, un eufórico Lars enfundado en su bata profesional, la sonrisa mostrando la perfección de sus dientes y su mano sosteniendo una copa de champán; y luego se pararía ante aquella de su figura imponente, alto, apuesto, elegante, cantando en los oficios religiosos rodeado de la palpable admiración de los otros feligreses; y esa otra sobre el estrado presentando una ponencia médica en la sala abarrotada de un público atento.

Y llegaría en su recorrido a aquella en color, mucho más reciente, todos en la nieve, donde resalta la alegría que irradian Hans y los dos hermanos pequeños, frente a la mirada angustiada de Sophia, su cuerpo tenso, como si lo oprimiera ese brazo del padre que descansa casual sobre su hombro, mientras el rostro de la madre parece como si quisiera ocultarse bajo el capuchón de su anorak. Vería en la pared de enfrente de aquel salón varias fotos de los niños con su padre; Sophia a sus siete años sobre un caballito del tiovivo y él de pie, sujetándola, ambos mirando sonrientes; o la de ella un par de años mayor, deslizándose en un trineo los brazos en alto y la cara reflejando un grito emocionado, mientras Karin y Anders la perseguían colina abajo; o esa otra varios años después, los tres hermanos vestidos de domingo, en la que la tristeza de la adolescente contrastaba con la mirada tranquila de los otros dos.

Sin embargo no encontrará, porque nadie había allí para sacarla, una instantánea de Sophia ya moza, la cara inclinada y oculta tras su larga melena revuelta, una mano abandonada sobre el regazo, sentada en el alfeizar de la ventana, de forma que parece como si estuviera pensando arrojarse al vacío.

Ni tampoco verá, porque eso pertenece a esa oscura trastienda privada donde todas las familias ocultan tantos turbios secretos, una captura de esa noche en que, después de una cena presidida por el silencio, se quedan solos en la mesa Inger y Lars. Y cuando él pregunta – ¿Por qué está triste Sophia? —, le mira un buen rato muy seria, con un rencor que se apodera de toda la escena, y abandona el comedor sin decir ni una palabra.

Y menos aún, por mucho que su curiosidad le empuje a buscar, aparecerá ante sus ojos ninguna traza del momento en que Lars ausculta a su hija, desnudo el torso, y, mientras escucha los rumores de su respiración en busca de posibles infecciones bronquiales o pulmonares, su mirada se fija en los pechos, ya bastante desarrollados, y luego sigue palpando su vientre, deteniéndose en esa exploración quizá demasiado tiempo, mientras su aliento se hace más entrecortado y la chica lanza hacia un lado una mirada donde se mezclan la repulsa, el asco y el horror.

Ni por supuesto de esa noche, la primera de muchas otras que vendrán después, cuando, a la hora en que hace ya tiempo que todos se han retirado a descansar, Hans se cuela en la habitación donde Sophia le parece que duerme. En la penumbra se quita lentamente toda la ropa que dobla meticuloso. La coloca con orden sobre una silla, encima de la que ella ya dejó un rato antes. Se introduce sigiloso en la cama. Huele, siente y acaricia el cuerpo juvenil. Percibe cómo se va poniendo rígido. Y es en ese momento cuando ya se olvida de todo lo que aún le retenía y se deja arrastrar por una intensa, enloquecida, enferma excitación.

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