Secreto familiar: Nuestro amor prohibido

Secreto familiar: Nuestro amor prohibido

Corrían los años 20, mi abuelo, Don Carlos Zegarra, pertenecía a los oficiales de la Guardia Civil, quien fue trasladado a la sub-sede superior en la ciudad de Arequipa.

Los días lunes en la mañana, las hermanas del Convento de claustro de Santa Catalina salían hacia los jardines interiores para realizar labores de jardinería, era ahí que, una novicia de nombre Isabel (quien sería la madre de mi padre), se conoció con el coronel Zegarra.

Por casualidades del destino, un lunes, la Guardia Civil hacía patrullaje por el centro de la ciudad, y precisamente a vigilar la avenida principal del cenobio.

Pícaro y fisgón, mi abuelo se detuvo por un momento a observar el interior del monasterio, donde inopinadamente, una joven novicia de vasta belleza, caminaba por los alrededores.

Mi abuelo fascinado, ante tal divinidad, le saludó cual hidalgo caballero y, ella no haciéndose ajena ante tal situación le respondió con una delicada sonrisa. Satisfecho con tal gesto, continuó su camino, con los pensamientos sumidos en ella.

Aunque fuera una locura, ellos anhelaban con todo su ser volverse a ver.

Cada noche, ella, desde su celda, levantaba su rostro, rogándole al infinito firmamento, que él regresara, pero una punzada en su ser le recordaba que aquel amor era prohibido entre los hombres, pero permitido en el corazón de ambos .

Él pasaba noches en vela, pensando en ella; al ver los astros brillantes, se acordaba de su cándida sonrisa, porque algo era seguro, la quería como esposa y madre de sus hijos.

La segunda vez que se vieron, fueron unas semanas después; ella leía un libro en el jardín, cerca del ciruelo; él la reconoció a primera vista, pero ella, no lo veía, estaba sumida en su lectura; fue entonces que él, rompió un pedazo de papel de su libreta y le escribió unas líneas de uno de los poemas que él escribía.

Seguidamente, dobló el papelito en forma de un avión y lo lanzó con dirección hacia ella. Aquella hoja se detuvo en los pies de ella, quien la sintió con suavidad, como un cosquilleo y sonrió de nuevo al ver que era él quien se la había enviado.

-Isabel – le dijo una hermana a ella, quien sólo atinó a ocultar la nota entre sus ropajes e ir donde la solicitaban.

Cada vez que Carlos pasaba por el monasterio, ella lo esperaba en el jardín; apenas la veía le lanzaba pequeñas misivas y notas, que ella guardaba en su bolsillo o entre las páginas de su libro; cada una de ellas prometiéndole sacarla de allí algún día.

Ella con cada misiva se ilusionaba más, aunque en su corazón crecía la desesperanza y dolor.

Días después de que a ella le entregara la última carta, mi abuelo recibió un telegrama informándole que lo transladarían inmediatamente a su ciudad de nacimiento. Aquella noche, preocupado, decidió comunicarle por una carta a su amada lo acontecido.

Al día siguiente se dirigió directamente hacia el convento, pero, ella, no se encontraba en el jardín como era costumbre; esperó un poco, pero aun así no había rastros de ella. Fue entonces que decidió echar a cabo el plan en que había pensado desde que la había conocido; raptarla.

Esa misma noche, junto con unos amigos, ingresaron por un costado del convento, subiendose en sus caballos y bajando por sogas atadas a estacas en el exterior.

Buscaba con una tenue luz de un candelabro, dónde era el dormitorio de ella; y al encontrarlo, con mucho cuidado y sigilo, ingresó e intentó despertarla moviendo suavemente su hombro.

Ella, suavemente intentó incorporarse, pero su tan plácido sueño, le impedía despertar. Para no molestarla, con delicadeza, la tomó entre sus brazos y se la llevó de aquel lugar, para nunca más volver.

Apenas unos rayos de luz ingresaban en la habitación, ella abrió los ojos y se vió en otro lugar; al principio se asustó, sin embargo, al oír entrar a mi abuelo, pensó que era un sueño de los mas hermosos de los que había tenido en todo el lapso de haberlo conocido.

-No temas, Isabel, no estás soñando, tuve que sacarte de allí, porque hoy regresaré a mi ciudad, no hubiera soportado vivir sin tu sonrisa.

Ella no sabía que pensar, aún le martirizaba la idea de que había abandonado el convento, pero aún así quería estar al lado del hombre que había logrado conquistar su corazón.

-No te preocupes, nos iremos hoy en el último tren, para poder vivir lo que te prometí en las misivas que te envié por tanto tiempo.

Apenas el cielo se oscureció, mi abuelo, tomó su equipaje y algunas provisiones, para ir a la estación de tren que se encontraba cerca del lugar. Consiguió unos cuantos vestidos que la señora de la hacienda vecina le había proporcionado.

Ya en la estación tomaron el primer tren que los conducía a la ciudad de nacimiento de Carlos. Él estaba muy feliz, mientras que ella, muy nerviosa, emocionada y callada obervaba el paisaje sumida en sus pensamientos.

-¿Te sucede algo Isabel?

-No sé si estoy haciendo lo correcto Carlos. Yo soñaba con ésto, pero, tengo miedo de lo que sucederá en el futuro.

-No temas, no te dejaré si es lo que piensas; es más ¿Aceptarías casarte conmigo?

Ella atónita ante tal proposición, lo obsevaba de pies a cabeza. Unas lágrimas de alegría corrían de los ojos verduzcos, iluminados de ilusión de ella, sólo con asentir la cabeza, él se sintió satisfecho y le tomó las manos con delizadeza.

-Prometo hacerte feliz.

Habían llegado después de casi un día y medio de largo viaje; él fue directamente a la hacienda de su padre para darle la buena nueva.

Pocos meses depués ambos contrajeron nupcias, y al poco tiempo, ella quedó embarazada de su primogénito; quien, en efecto, es mi padre, aquel, que me contó la historia de amor prohibido entre sus padres Doña Isabel y Don Carlos.



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