Rigoberto despertó más temprano que de costumbre aquella primaveral mañana. Confundido pensó que eran las nueve, hora en que acostumbraba a levantarse, pero el puntero chico del reloj le aclaró su confusión; eran marcaba las ocho.

No quiso seguir acostado. Ese jueves, además de tener que pasar a buscar a su nieta al colegio, tenía varios otros trámites que realizar, como ir al banco; también al correo y comprar algunas cositas en el super. Se levantó, se bañó y tomó desayuno; luego, antes de la diez, salió de casa.

Sin saber porque se dirigió hasta la parada del bus y allí esperó. No era su costumbre ir al centro usando la locomoción colectiva, pues le gustaba caminar y bajar por las escalas, que por un costado del cerro se comunicaban con el plan de la ciudad.

Luego de una corta espera llegó el bus. Subió y enseguida un joven le cedió un asiento. Mientras la máquina hacia su recorrido, Rigoberto se deleitó mirando el paisaje que lo volvió a conectar con sus antiguos recuerdos, de cuando viajaba a diario para ir de su casa al trabajo y viceversa. Habían pasado varios años y en el intertanto, un día su médico le recomendó que hiciera más ejercicio. Desde entonces no había dejado de caminar, cada vez que tenía que salir.

Antes del mediodía quedó desocupado; solo le quedaba por retirar a su nieta del colegio y tenía tiempo de sobra hasta que ella saliera. Se digirió a la plaza y allí se sentó en el extremo de una banca, bajo un viejo magnolio. En el mismo lugar, un hombre mayor miraba pasar la vida. Le vio sentarse y le saludó. Rigoberto respondió. No se conocían.

El calor del mediodía y el buen clima que anunciaba la llegada del último mes, les conectó primero en una tímida y entrecortada conversación, que poco a poco fue adquiriendo mayor fluidez y confianza, en la medida que el relato se adentró en temas comunes. El hombre mayor, un marino jubilado que diariamente se le veía en la plaza, sentado esperando a alguien con quien conversar, se entusiasmó contándole algunas vivencias propias de su profesión y otras personales; en tanto Rigoberto, que le escuchó sin mayor interés, terminó relatando lo que le había sucedido esa mañana.

El viejo marino sonrió al escuchar la confesión. A él también le ocurrió lo mismo tiempo atrás. De un día para otro comenzó a despertar más temprano que lo acostumbrado; dejó de caminar para viajar en bus y terminó por no tener trámites ni diligencias que realizar.

-A usted mi amigo le llegó el «abuelamiento», pero no se preocupe, a todos nos pasa más temprano que tarde- fue su frío y descarnado comentario.

Rigoberto se sobresaltó al oír la palabra aquella y trató de entender que lo que el hombre le quiso decir era que estaba envejeciendo, cosa que él se negó a aceptar. «Si apenas tengo setenta y me siento bien», se dijo para sí mismo, en un vano intento por desconocer que esas experiencias fuesen un signo de estarse abuelando.

Siguieron la charla, discrepando unas veces, concordando otras, hasta que Rigoberto miró el reloj y se asustó al ver que ya era pasada la una de la tarde. Rápidamente se levantó del asiento y con un “hasta pronto” se despidió del anciano, al tiempo que se excusó de no poder seguir charlando.

-Me gustaría quedarme más tiempo pero tengo que pasar a buscar a mi nieta al colegio y ya estoy atrasado.-

Se largó a caminar, apurando el tranco. Un par de pasos después escuchó las palabras del hombre que le gritó:

-¡Es el abuelamiento mi amigo. A todos nos ha pasado!-

Rigoberto, esta vez se sintió herido en su amor propio, como si un rayo le hubiese atravesado la espalda. Quiso devolver el golpe pero se contuvo y siguió su camino.

Al llegar al colegio la pequeña Rosalía le estaba esperando, acompañada de su profesora.

-¿Tata, qué te pasó, por qué te demoraste?

El hombre se acercó sin decir palabras. La besó, le tomó de la mano y salieron del establecimiento en dirección hacia la parada del bus. Extrañada, la niña preguntó:

-¿Tata, por qué estamos esperando la micro, por qué no caminamos mejor?-

-Mi niña, es más seguro, rápido y aliviado. Muy pronto estaremos en casa– le respondió, tratando de darle credibilidad a sus palabras; sin embargo, muy dentro de sí, el convencimiento de estarse convirtiendo en un abuelo le comenzaba a roer el alma.

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