Con el paso de los años he aprendido que la maternidad es un concepto relativo, se construye y se recompone a través del juego, puro teatro.

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A pesar de que sólo tenía dos años más que mi hermana Flora, y cuatro más que Nemesia, siempre repetíamos el mismo juego. Ellas se tendían en el suelo de madera de la habitación y comenzaban a berrear. Yo envolvía a Flora en una toalla blanca, la agarraba y sobre mis piernas la mecía sentada sobre una silla. Cuando se calmaba, la besaba en la frente y sosteniéndola entre mis brazos la posaba delicadamente sobre la cama. Después repetía la operación con Nemesia. Un día me cansé de sentirme como una Matrioshka, añorando ser encerrada en una muñeca de mayor tamaño. Un huevo dentro de otro huevo que pierde la esencia al quedarse sin yema, pero también al verse privado de otra cáscara. Ese día, fue Flora quien se ocupó de acunar a Nemesia.

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Siempre evitaba la leche y el azucarillo en su taza de café. “Mamá” no es dulce, nunca lo fue. La muerte de mi padre acentuó el amargor de su piel cetrina. Su tez se volvió perversamente lánguida, apática y dura como una escultura Moai de la Isla de Pascua. No hablaba demasiado, sólo lo necesario. Conocía la eficiencia de su silencio a la hora de imponer disciplina.

“Mamá”, no sólo por viuda, tenía un estatus distinto al del resto de las madres. Lo descubrí el día que cumplí ocho años. Mis hermanas y yo permanecíamos sentadas con los pies colgando y las manos impolutas apoyadas sobre la mesa del comedor mientras ella sacaba la tarta. Un bizcocho reseco sobre el que posó con desgana ocho velas de colores alternos. Al encender la cerilla agachó la cabeza y por primera vez vi los finos alambres de estaño sobresaliendo de su cráneo. Todavía era joven pero su cabello, premonitoriamente gris, marcaba el inicio de su metamorfosis. Siempre lo llevaba suelto, largo, ondulando y voluminoso, cayendo sobre su pecho y tras su espalda.

Por las noches, frente al tocador, se entregaba a su decadente cambio físico, iluminada por la tenue luz de una pequeña lámpara de mesa verde opaco, arreglándose con un cepillo de púas de crin. Mis hermanas y yo la observábamos desde la puerta. “Mamá”, imperturbable, siempre era consciente de nuestra presencia. La manera en la que se pasaba ese cepillo para zapatos por la melena: estrujando el óvalo de madera con sus dedos largos y huesudos, arrastrando abrupta y violentamente las cerdas desde lo más alto de su cráneo hasta llegar a las puntas; nos embelesaba y nos daba miedo a la vez. Alimentadas por el magnetismo de la consanguinidad cada noche asistíamos al ritual. Deseábamos ese momento de intimidad estéril.

Al terminar con su pelo “Mamá” observaba durante largos minutos el reflejo de su agostada belleza, que, al amparo de la tenue luz adquiría para nosotras magnitudes superlativas. Su frente amplia y de arrugas intermitentes se convertía en la vela de un viejo barco velero, sus finos labios en albaricoque, sus orejas se volvían más tímidas y sus ojos negros se hacían profundos como dos pozos. Su pelo, que acariciaba esporádicamente con la yema de sus dedos, era el objeto de nuestros anhelos y envidias. Hubiese matado porque me permitiese acercarme para jugar con él, hubiese sabido que me quería.

A punto de finalizar la representación “Nosotras” ansiábamos el giro inesperado, quizá una sonrisa. Pero al atisbar su mirada descubríamos aterrorizadas la indiferencia pétrea que nunca abandonaba el rostro de “Mamá”. Esa última mirada del día nos estremecía, como si alguien en la oscuridad levantase la camiseta de nuestro pijama y nos rozase con una pluma congelada. Era entonces cuando nos echábamos a correr por el pasillo con la esperanza de llegar cuanto antes a nuestras literas para abrazarnos bajo la manta.

En alguna ocasión llegué a desafiarla desde el marco de la puerta, mirándola fijamente a los ojos, hasta que el alarido de su mirada me hacía bajar la vista. Entonces “Mamá” se levantaba de la silla, se acercaba con sus pasos apenas audibles y posaba su mano sobre mi hombro mientras me decía: “La crin de caballo lo deja más brillante”

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Es martes 21 de marzo de 2017, el frío todavía arrecia y la humedad empaña agresivamente los cristales de la ventana de la habitación número 215. Está caliente, es acogedora, tan acogedora como puede ser una habitación de la planta de cuidados paliativos del hospital. Estoy sentada en la butaca frente al radiador, tapada con un chal, mientras leo “El extranjero” de Camus. Aunque la tengo en frente evito observarla. “Mamá” yace postrada sobre la cama envuelta en una sábana azul. Su cabello ahora albo todavía ondea sobre sus hombros. A sus 92 años “Mamá” está jugando uno de sus últimos cartones, sino el definitivo, en el bingo de la muerte.

Hace ya media hora que he dejado a Mersault a merced de su destino en el velatorio de su madre pero inconscientemente sigo pasando páginas. Me he sumergido sin quererlo en el violento fluir de la sangre agitándose en mis venas como dos coches que se aproximan por el mismo carril de la autopista en dirección contraria.

Aterrorizada entiendo que me siento unida a ella como un pedazo de hielo azarosamente pegado a otro por culpa de un fallo en el sistema de refrigeración. Me veo por primera vez fluir sola, a la deriva, sobre una superficie sólida. Ansiosa intento que mi respiración acelerada se vuelva inaudible. Con la boca llena de babas la maldigo mentalmente, le exijo que apure los últimos latidos de su corazón para conservar esa oportunidad que me debe. Sé que ya no hay vuelta atrás. No, no quiero que muera. Agachando la mirada busco en vano respuestas en la apatía de Mersault. Me resigno, lo sé, sé que si “Mamá” desaparece entonces ya nunca habrá una cáscara.

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