ABUELA INCRÉDULA

Con mi abuela viví poco tiempo, apenas estuvimos juntos durante parte de mi infancia. Se marchó a los Estados Unidos de Norteamérica cuando yo tenía 5 años. No obstante, recuerdo su carácter amable y sus constantes refranes; dichos que usaba para esquivar mis incesantes molestias.

– Abuela, ¡quiero jugar en la playa!

-Acabas de comer, debes reposar al menos dos horas.

¿Cómo sabes que debo reposar abuela?

-Porque más sabe el diablo por viejo que por diablo.

¡Pero yo quiero jugar en la playa!

-A cada cosa su lugar y cada cosa a su tiempo- sentenciaba ella.

Muchas veces le metía prisa.

¡Apúrate abuela, más rápido!

Ella no podía seguirme el paso y retenía mi impaciencia con su sabio:

-Del apuro solo queda el cansancio, o, no por mucho madrugar amanece más temprano.

Yo era además muy distraído, nunca encontraba mis cosas.

¿Dónde está mi avioncito?

-Ese avioncito es tuyo, bien sabrás donde lo dejaste. Quien tiene tienda que la atienda, y si no pues que la venda.

-Búscalo abuela.

Y ella respondía:

-Se lo llevó un perro en la boca.

¿Abuela, mis chanclas?

-Se las llevó un perro en la boca.

¿Abuela mis creyones?

-Se los llevó un perro en la boca.

Yo aún no termino de contar, los perros que se llevaron mis juguetes, mis cuadernos, mis zapatos, junto a mis medias y mis interiores.

Por aquella época todavía me aferraba a mi tete. Tenía varios que chupaba con deleite mientras miraba distraído la televisión o, en esos escasos momentos, cuando me sentaba en el portal y quedaba ensimismado observando algún animal callejero.

Me gustaban mucho los animales.

Intentaron la mar de veces, sin éxito, despegarme de aquel hábito. Argumentaban que se deformarían mis dientes, que daba vergüenza verme con el tete en la boca porque era un niño grande, y otras tantas razones inválidas para mí.

De a poquito desaparecieron algunos de mis tetes y a los dos que me quedaban, me aferré como sediento a vaso de agua. Dormía con ellos, comía con ellos, me bañaba, paseaba y jugaba con ellos. Lo intentaron por activa y por pasiva, a las buenas y a las malas. Por las malas no pudieron superar ni acostumbrarse a mis berrinches, y por las buenas, nunca pudieron convencerme.

Después de muchos intentos desapareció uno de los dos que restaban, por lo que aumentó mi celo para con el sobreviviente. Estaba descolorido, mascado hasta la saciedad, roñoso y desgastado, pero lo trataba como mi santo grial; no me separaba de él ni a sol ni a sombra.

Una tarde escuché un ladrido mientras estaba sentado en el muro del portal, mirando la calle en mi posición favorita; piernas colgando hacia afuera, rostro pegado a la reja; que era lo único que impedía mi escape. Desde la esquina seguí con la vista al perro marrón de aspecto despreocupado que, olisqueando cada recoveco y cada manojo de hierba de los jardines, se acercaba a mi atalaya, metro a metro, levantando la pata y dejando su olorosa marca.

Al llegar a mi altura se detuvo curioso. No había nadie circulando. Estábamos solos, él y yo. Me sostuvo la mirada unos segundos y comenzó a mover la cola con desenfado. Era evidente su muestra de cariño. Ya me caía bien aquel chucho. Moví la cabeza y el siguió mi movimiento. Moví mi mano y también la siguió. No ladró ni brincó, solo me miraba. De repente se aproximó, levantó sus patas delanteras y las apoyó en el muro, justo debajo de mí. Ahora me observaba fijamente la boca. En la boca yo tenía mis labios, la lengua, mis dientes, pero también, mi tete.

En la tarde, mientras estaba sentado a la mesa para comer, fue mi abuela quien se percató que alguna cosa no cuajaba dentro del cuadro general; faltaba algo. Me observó de arriba abajo con atención, hasta que descubrió el detalle ausente.

¿Dónde está tu tete?

Yo la miré como si fuera tremendamente obvio.

-Abuela,-respondí- se lo llevó un perro en la boca.

Ella sonrió escéptica. Tal vez pensó que me burlaba. Volvió a interrogarme:

-Me gustaría saber, en realidad, ¿donde dejaste tu tete?

Sin inmutarme repetí:

-Se lo llevó un perro en la boca.

Todos estaban felices aquel día, al día siguiente, y todos los días sucesivos después de aquel. Nunca más volví a llevarme un tete a los labios.

Mi abuela murió sin llegar a creer que, mi último tete, se lo había llevado un perro en la boca. La única testigo del episodio fue Cecilia, mi prima más pequeña; hija de mi tía Maruca. Ella no quiso decir nada: también le gustaban los animales.

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