Un Dia con El Abuelo

Un Dia con El Abuelo

AGustin Villacis

28/10/2017

Esta mañana fui a visitar tu tumba y vi tu nombre escrito sobre una lápida en una gran pared blanca llena de nombres y fechas de quienes se han marchado ya de este mundo. Coloque una flor blanca golpee con las palmas de mis manos tu tumba pretendiendo que sepas que estaba allí y te dije: “Abuelo- soy yo”.

Me quedé observando , los recuerdos vinieron hacia mí, empecé a revivir tu imagen alegre en cada domingo por la tarde cuando tu casa se llenaba de hijos y nietos. Nosotros íbamos a la misa de las seis de la tarde en la iglesia de San Alejo y luego a visitarte. Eras muy paciente, pues mis primos y yo hacíamos un desorden muy grande. Nos gustaba jugar al futbol, con una pelota hecha con medias, en un pequeño corredor oscuro que unía la sala y los cuartos. Las vivencias y emociones volvieron a recorrer mis venas al pensar en aquel cuarto que tenía una hamaca en donde jugábamos a ser bomberos que rescatábamos a la gente de grandes incendios, que solo ocurrían en nuestras mentes. Al momento de partir, nos regalabas una moneda a cada uno de nosotros. Yo podía verte cuando salías a la ventana de la casa a despedirte de nosotros.

Mi memoria me revive aquel día que pase contigo, yo tenía 11 años, amaneció y tomamos desayuno con un pedazo de queso, pan y café negro, siempre tenías en el centro de la mesa un gran queso redondo y grande. Nos vestimos, tú te pusiste una camisa blanca de manga corta, una corbata y un pantalón gris. El cinturón lo llevabas muy alto, en tu vientre, pues tu contextura era gruesa y eras bajo de estatura. Tenías poca cabellera y usabas unos lentes negros. Tomaste mi mano y bajamos las escaleras rumbo a la calle, yo te miraba y estaba muy alegre pues iba a pasar todo un día contigo. Caminamos por la vereda hacia tu trabajo, hicimos una primera parada en la iglesia de San Alejo. Entramos y vi cómo te arrodillaste a orar, me quede observándote por unos minutos y luego, mire la iglesia y un sentimiento de paz penetro mi corazón. Yo permanecía inmóvil junto a ti y escuchaba tus rezos por la abuela, por tus hijos y por tus nietos. Le pedias a Dios por cada uno de nosotros y luego, te levantaste, tomaste mi mano y caminamos juntos hacia el altar. Allí pusiste tu mano sobre mi cabeza y sentí que le pedias a Dios por mí. Tomaste mi mano y empezamos a caminar, miré hacia atrás y vi un gran Cristo de madera al fondo, las butacas vacías y las velas encendidas alumbrando cada santo. Té mire abuelo, te sonríe, me abrazaste y seguimos nuestro camino.

En la calle ibas saludando a mucha gente, te detenías y conversabas con el dueño de la tienda, con el farmacéutico, todos te decían; “Buen Día Don Bolívar” y tú conversabas de cualquier tema con ellos. Era lento avanzar de una cuadra a otra, pues tenías muchos amigos en el camino; te tomabas todo el tiempo del mundo para disfrutar de la caminata a tu trabajo. Nos detuvimos en una barbería, había un par de señores mayores cortándose el cabello y los barberos quienes te conocían. Les pediste que me cortasen el cabello, recuerdo; corte cadete, mientras tú leías el Telégrafo, el periódico de la ciudad, donde tu escribías con el seudónimo Pepín de la fuente. Yo te miraba por el espejo y podía verte cambiar las páginas de aquel diario y al mismo tiempo observar cómo me pelaban.

¡Sabes Abuelo, aun me corto el cabello corte cadete pues no tengo mucho cabello!

Salimos de la barbería y caminamos hacia el centro de la ciudad, había mucho bullicio; carros y vendedores ambulantes encendían la ciudad con energía. Caminábamos buscando espacios entre la multitud que llenaba las veredas hasta llegar a la librería de mi Tío donde tu trabajabas. Allí recuerdo me enseñaste como se fabrican las pastillas Calmantinas que eran buenas para el dolor de cabeza. Me parece que en la parte trasera de la librería había una pequeña factoría, donde unas máquinas color verde hacían las mezclas de las pastillas. Me enseñaste cada uno de los procesos de fabricación y yo trababa de entender, solo observaba a los empleados con sus mandiles blancos trabajando en cada máquina.

Eras bromista, pues recuerdo a todos saludabas con algún chiste y tu personalidad era una mezcla de hombre intelectual, reflexivo, profundo en tus pensamientos y lleno de mucha paz. Habías comprendido el valor del tiempo, el valor de una enseñanza, a compartir con el ejemplo, sabias ser un buen amigo y ser un hombre humilde y comprensivo. Yo era muy pequeño, pero podía percibir tu alma, tu espíritu, podía leer entre las líneas de tus enseñanzas el amor de tu ser.

Leo tu nombre nuevamente sobre la lápida de tu tumba y un orgullo invade mi corazón, unas lágrimas se derraman sobre mis mejillas y sonrió al recuerdo de aquel día.

Caminamos de regreso a casa al mediodía y almorzamos, junto a la abuela, una sopa de lentejas que solo ella sabía preparar, le contamos nuestro día, reímos con ella y luego fuimos al cuarto de la hamaca, aquel cuarto que en los domingos era el escenario de juegos y risas entre primos.

¡Nos acostamos en la hamaca, y nos quedamos dormidos!

Toco tu tumba nuevamente, te digo Adiós y me marcho, le sonrió a la vida pues te llevo en mi corazón.

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