«Mamá, murió hoy»

Para Sara, por lo que vale.

Mamá murió hoy, y yo no estaba en casa. Tuve que salir. Como todos, yo también tengo mis obligaciones.

Cuando volví la encontré como la había dejado. Sentada en la misma silla de ruedas. Tenía una manta vieja sobre las piernas y las manos descansaban sobre el regazo. La única diferencia eran la cabeza y los hombros, caídos hacia adelante. Su pelo blanco y revuelto, dejaba ver la calvicie del cráneo.

Al principio no supe que hacer. No estaba acostumbrado a estas situaciones y me sentía fastidiado. ¿No podría haber avisado de que se iba a morir? ¡Joder! Nadie piensa en los demás. ¡Vaya marrón que me había caído!

Viéndola así, recordé sus comentarios de hace años: «Cuando me muera, me gustaría ser enterrada en Ávila».

Y no me lo pensé más. Si mamá quería ser enterrada en Ávila, la llevaría a Ávila. ¿Pero como? ¿En una bolsa? ¿En una maleta? Eso sería la leche. Lo ideal sería un ataúd, pero ¿de dónde sacaba yo un ataúd? Mirándolo bien, si conseguía poner recto el cuerpo de mamá, la podría sacar a la calle y nadie notaría si estaba viva o muerta. A ciertas edades, están casi igual los muertos que los vivos.

El rigor mortis me había dejado tiempo para enderezar a mamá. La cubrí la cabeza con un chal y salimos a la calle.

Estaba decidido. Mamá viajaría a Ávila. Muchos se ofrecieron para subir y bajar a mamá del autobús. En Atocha no tuve problemas para sacar un billete que coloqué entre las manos de mamá. Faltaban pocos minutos para la salida del tren. Subí a mamá y la coloqué de forma que no estorbase. Cuando el tren arrancó, agité la mano desde el andén. ¡Adiós, mamá!

Me sentía feliz, sin remordimiento alguno, pero los sueños no dejan de ser sueños. Noté que unas manos me sacudían y una voz desagradable me increpaba. La voz desagradable (como todo en ella) era de Basilia, mi esposa.

Despierta, Marcelo. ¿Estás tonto? Soñabas con tu madre y con un tren.

No quería abrir los ojos. Todo había sido un sueño y no quería volver a la realidad. Con el susto se me cayó una legaña del ojo izquierdo.

Son casi las doce -me informó mi mujer torturándome-. Tienes que hacerte cargo de tu madre.

Mientras me levantaba, pensé que Dios no había sido justo conmigo. En realidad, casi nunca es justo con nadie. ¿No podría haber reservado otra esposa para mí?

¿Me vas ayudar? -pregunté inocentemente.

No. Ya sabes que tu madre me da grima.

Fui a por mamá y la ayudé a hacer sus necesidades. Después la bañé y por último la vestí. La coloqué en su silla de ruedas y le puse la manta vieja sobre las piernas.

Tenía turno de tarde. Ya era cerca de la una y aún debía afeitarme, luego comería tranquilo antes de salir a trabajar. En eso pensaba cuando la voz de Basilia retumbó en la casa.

Antes de irte, tienes que traer tomates y cebollas del super.

Aquello era demasiado. Aún tenía que asearme yo y después hacer la compra. Tendría el tiempo justo.

Pasé al baño descorazonado. La vista del cuarto de baño era deprimente. Sucio y desordenado. Junto al lavabo estaban las cuchillas que usaba Basilia para depilarse. Tenían adherido algo pegajoso y pelos. Pelos asquerosos, propios de mí esposa.

Tuve una idea. Si las cuchillas cortasen, podría abrirme las venas. Pero no cortarían. Me senté en el suelo, sobre las sucias baldosas y probé. Primero en la muñeca izquierda. No fue fácil pero lo conseguí. La derecha me costó más, pero también sangró.

Me quedé mirando como mi sangre caía al suelo. Luego me fui relajando y creo que me dormí. No se qué sucedió después.

Solo recuerdo que unas manos me acariciaban la cabeza y una voz que me hablaba con mimo.

Marcelo, ¿me oyes? Soy yo, Sofi, tu hermana. Has intentado suicidarte, pero el doctor dice que llegué a tiempo y te recuperaras. Debo decirte, que mamá ha muerto hoy, y que Basilia, tu mujer, te ha dejado.

¿Podría ser cierta tanta felicidad? ¿Volvía a soñar? Me dio la risa.

¿De qué te ríes, Marcelo? ¿Te encuentras bien?

Si. Ahora sí -contesté.

Jesús Oliveira Díaz

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