Lo único que nos unía era la sangre. Cada uno de los miembros de esta distorsionada familia teníamos una historia propia y habíamos seguido un camino diferente a lo largo de nuestra vida. Casi nunca hablábamos. No nos veíamos a menudo. Salvo en aquellas ocasiones en las que la cultura de nuestra tierra nos invitaba, casi obligaba, a reunirnos.

En esos momentos reíamos, disfrutábamos y compartíamos historias del tiempo que habíamos pasado separados, pero mirábamos en silencio el reloj, deseando que llegara el momento de poder irnos sin resultar descorteses y fríos.

De aquellos tiernos momentos solo quedarían las fotografías. Esas que algunos publicaremos en las nuevas redes sociales aclamando su amor por la familia a todos menos a nuestra familia, y que otros, los más ancianos y solitarios, guardarían con celo para esas tardes nostálgicas en las que nadie tiene excusa ni razón para compartir con ellos su tiempo.

El tiempo pasaría dejando en nuestra memoria sabores a infancia y juventud, aromas de sitios que nos vieron crecer, sonidos de canciones que marcarán para siempre un recuerdo que será evocado cada vez que esta llegue a nuestros oídos, pero quedarán atrás las malas palabras y las inevitables discusiones, también las promesas de reunirnos más a menudo. Las palabras se marcharán tan pronto como aceptemos que ha pasado el tiempo suficiente y que podemos regresar a nuestras vidas.

Es mi familia algo único y tan común que casi todo el mundo tiene una. Un menospreciado tesoro que queremos mantener lejos, pero no tanto como para perderlo. Porque en esas ocasiones en las que nuestra vida da un giro y aquello en cuanto creíamos y por lo que luchábamos desaparece, nos quedamos desnudos ante el destino. Vulnerables y temblorosos. En esos momentos miramos las fotografías antiguas, reconociendo en ellas momentos del pasado. Algunas nos llevan a tiempos tranquilos, donde nuestras preocupaciones eran acalladas por nuestros padres. Otras a recuerdos dolorosos de personas que ya no están entre nosotros. Pero todas tienen la capacidad de cubrirnos con el manto balsámico de la certeza de que ocurra lo que ocurra, alguien mirará esas mismas fotos acordándose de nosotros.

Nos guste o no esa es la familia que tenemos. La que no elejimos. La que no podemos perder. La que más lejos o mas cerca está ahí. Y lo seguirá estando.

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