Un kilate de café

Un kilate de café

Andrea Alvarez

15/10/2017

Los últimos días de febrero tienen todavía esa grata frescura de cielo decembrino que usualmente se prolonga más allá del principio de año. Yo afianzo la mano de Rafaelito dentro de la mía mientras cruzamos la avenida. Al entrar al gran supermercado chino el niño busca el carrito y rápidamente veo su intención de lanzarse a correr por los pasillos. No es de extrañar, siempre hace la misma maniobra y yo debo correr tras él hasta alcanzarlo.

—¡Espera Rafa! —Lo detengo en seco— déjame colocar las cosas dentro.

Comienzo a meter algunos paquetes, luego artículos de limpieza y más tarde estamos frente al gran mostrador de carnes. Rafa no puede empujar el carrito que ya se ha vuelto pesado para su frágil impulso. Lo ayudo con la carga y llegamos a una de las cajas registradoras para pagar, en esta la hilera de clientes es más corta. Avanzamos hasta que tres puestos antes de llegar nuestro turno un hombre joven y corpulento discute algo con la dependiente. Uno de los chinos se acerca (“quizás sea el encargado” pienso).

—¿Qué pasa? —pregunta con su entonación asiática característica.

—¿Qué pasa? —responde el hombre visiblemente indignado—, sucede que hace dos días compré un kilo de café a seis bolívares y ahora esta señora me está cobrando doce. Le digo que corrobore el precio; pero me dice que es ese.

—Déjeme ver —el hombre toma el paquete para buscar en la lista de precios—. Señor, éste es el precio del paquete de café, doce bolívares —aseguró.

—¡No puede ser, esto es un atraco!

—Lo siento señor, pero ese es el precio —respondió el chino ya en actitud defensiva—, si no quiere no lleva.

—¡Ah, así es la cosa! —añade el hombre por toda respuesta. Acto seguido, ante la mirada incrédula de los asistentes, con sus propias manos desgarra el envoltorio de café, se abalanza sobre el asiático y vuelca todo contenido sobre su cabeza. El polvillo baja por su humanidad como una oscura cascada que le invade los ojos, la boca, el pabellón de las orejas. Le allana los bolsillos, los pliegues del pantalón y los zapatos hasta llegar al piso donde forma un círculo que se dispersa rápidamente, las violentas pisadas de otros clientes esparcen el café en todas direcciones. Han comenzado a correr por todo el establecimiento, a llenar los carros con diferentes productos para luego salir despedidos por la puerta. Los que se quedan tratan de acarrear todo lo que pueden y destruyen lo que no pueden llevar. Los espectadores del incidente vemos pasar sobre nuestras cabezas las latas, envoltorios y toda clase de productos. Quedamos paralizados y sin saber qué hacer.

Aún atemorizada logro reaccionar, abandono el carro con todo adentro y me alejo hacia el fondo del local. En mi angustia llevo a Rafa casi arrastras conmigo. Descubro unas escaleras, entre temblores, subimos por ellas. En la cúspide de estas una pesada puerta cede ante mi empellón. Una vez adentro me doy cuenta que es un gran depósito donde almacenan mercancías. Aquí hay muchas cajas rotas, cosas sueltas y esparcidas por el piso, paquetes de alimentos a medio consumir y un penetrante olor a orín de ratas. El griterío que viene de abajo es ensordecedor.

“Me esconderé con el niño hasta que disminuyan esos gritos y estruendos” pienso, agazapada tras un montón cajas.

—Mami, tengo miedo —Rafa está apretujado contra mi pecho. Tiritando.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que llegamos a este sitio. Los gritos y ruidos de objetos que caen han disminuido, quizás ya no haya peligro. Decido salir de mi escondite con Rafa fuertemente abrazado. Bajamos por las escaleras con mucha precaución, caminamos salteando todo el desastre que hay en el piso, sobre las estanterías tumbadas. La puerta principal había sido cerrada, quizás para evitar un nuevo asalto. Los asiáticos que quedan dentro del local se asustan al vernos (también nosotros nos asustamos). Sus caras, así como las nuestras, reflejan terror. Uno de ellos se apresura a abrir la puerta del establecimiento y nosotros salimos presurosos. Rafa continúa aferrado a mi mano.

La calle que cruzáramos hace no mucho ahora muestran los estragos del saqueo. En todos los ángulos vemos militares armados, negocios destrozados, despojos abandonados por la gente en su huida.

En mi desazón alzo al niño del suelo y lo aprieto contra mi pecho, las lagrimas nos alcanzan a los dos.

Algunas pocas ambulancias comienzan a recoger nuestros primeros muertos.

Caracas, 27 de Febrero de 1989.

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