Siempre que miro esa foto la cual tomé solo por documentar la terquedad del viejo, me veo caminando a mí mismo por ese zaguán en la casa de mi tía, a esa misma hora a la que él iba a cenar. El viejo tenía noventa y uno cuando me dio una de las más grandes lecciones: mostrar actitud positiva ante la adversidad. Esa mirada suya delata el peso de la desazón que cargaba en su espalda al sentirse inútil, pero él ese día pidió con un modo muy descortés, que se lo dejara caminar sin ayuda de nadie esos treinta metros entre su recámara y el desayunador en el que, no solo desayunaba; también hacía la merienda, almorzaba, tomaba café y cenaba. Siempre puntual como los viejos relojes suizos de péndulo que embellecieran las casas de los grandes señores en San José en los años cuarenta.

Después de ejercer más de cincuenta años como abogado, así como romper ese límite entre el trabajo por necesidad y la pasión por el trabajo, el viejo para mí era un gran ejemplo de qué no hacer después de los ochenta y cinco años. Le hablaba a quien fuera en el supermercado mientras recorría todos los pasillos hasta llegar al mismo pasillo de siempre en el que estaban los licores, manejaba temerariamente aquél Dodge Raider 1988 por las calles del centro de San José, vehículo que tantos años tuvo y luego me heredó, sacando la cabeza por la ventana en caso de ser necesario para poner en orden a esos hijueputas, como le decía él a los conductores irresponsables que no aceleraban rápido cuando el semáforo cambiaba al verde. También era un picaflor con las mujeres veinteañeras y le encantaba debatir con mi padre, que está detrás de él en esa foto, sobre el cristianismo –que mi padre defiende aún a muerte – siendo él, mi abuelo, un espiritista y excatólico por los abusos e incongruencias que veía en el Catolicismo. Se tomaba todos los días después de la cena sus dos tragos de ron que le recetara el Dr. Salas cuando le diagnosticó con presión baja en el año cincuenta y cinco. Me contó una vez esa historia y dijo que llegó al consultorio y el médico le sugirió: “Roberto, no le digás a nadie, pero para que se te quite eso de la presión baja, tomate dos tragos de ron con cola por las noches antes de dormir”, y que, desde entonces, se lo tomaba para no tener la presión baja. La verdad, al viejo se le veía bien en ese sentido.

Esos días en los que recién le operaran la cadera porque se cayó en la ducha mientras se bañaba solo, fueron muy duros para él y para mi tía. Ella le tenía una empleada para que lo atendiera dado que había pasado casi un año desde la desgracia del derrame cerebral mientras estaba en el retrete y no había nadie cerca, y cuando lo encontraron no sabían cuánto tenía de estar ahí tirado con un hematoma en la sien. Lo llevaron al hospital y cuando lo vi, pensé que hasta ahí estaban contados sus días, pero aun con ese antecedente, él no se dejaba bañar por nadie. Mi tía pasó momentos amargos discutiendo con el viejo, explicándole que todo lo que se hacía era por su salud, pero ¿qué le ibas a decir a un señor de noventa años sobre tener cuidado para bañarse cuando él corría a ochenta kilómetros por hora en su carro por San José? Les aseguro que para él fue un martirio que le prohibieran conducir después del incidente del baño.

Ahora, tres días después que lo operaran de la cadera por caerse en el mismo baño en el que un año atrás lo encontraran grave, él pidió irreverentemente que lo dejaran solo para hacer ese trayecto con la andadera hasta la cocina. Ahí entendí yo ese significado de enfrentar la adversidad con valentía. Si por él fuera, en ese entonces me habría quitado el Raider y habría manejado hasta el Supermercado a buscar el ron él mismo. Ese silbato que tiene colgando en el cuello y que parece que es un gran peso sobre su espalda, figuradamente lo era. Para un tipo con tal valor como el del abuelo Roberto, tener que cargar un silbato para llamar en caso de alguna necesidad a su empleada o a algún familiar, era como que lo abofetearan. Se sentía humillado por no poder hacer él mismo las cosas.

Por eso es que cuando miro esa foto, me hace creer que yo voy algún día a pasar por ese zaguán. Y alegóricamente así es. Ese pasillo fácilmente representa a la vida tal cual. Mi padre, que es quien está viéndolo con esa sonrisa mientras él avanzaba firme hacia la cena, también es igual de testarudo que mi abuelo Roberto. Físicamente hasta se parecían y en el modo de tratar a las personas también. Ellos compartían tantas cualidades en su personalidad para ese entonces que ustedes dirían que siempre vivieron juntos… pero no. Mi papá fue reconocido como hijo hasta que mi abuelo tenía ochenta y ocho años, por lo que viendo en esa foto a mi papá tan feliz de ver su progenitor mostrando tal determinación tan solo tres días después de su operación de cadera, me llena de orgullo. Fueron sesenta años los que mi padre buscó el amor del abuelo y por cosas del destino no se pudo acercar esa relación entre ambos. Tal vez por la necedad de ambos. Tal vez porque así no tendría sentido esta vida. Curiosamente fue mi padre el primero al que mi abuelo permitió en su sano juicio ayudarlo a bañarse.

Por eso me encanta esa foto, porque la vida siempre nos da una segunda oportunidad para aferrarnos al valor de la familia y es que, tarde o temprano, todos necesitaremos de alguien que nos muestre interés y nos dé su cuidado cuando estemos en el zaguán.

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