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MARI

09/10/2017

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IV Concurso de Historias de familia
BAJAR

RECUERDOS DE MI PADRE


No recuerdo el momento exacto en que me gané su corazón, seguro fue en ese instante apasionado y amoroso, en que su semilla fue depositada en el vientre de mi madre. Nací en septiembre, lo que equivale a ser el producto de un fogoso encuentro en temporada navideña. Hace tanto que partió de forma definitiva de mi vida, tenía entonces once años y cursaba mi básica primaria; le recuerdo tanto, porque fue mi primer amor, el hombre en quien vi el amor más absoluto hacia una mujer: mi madre. Verle sonreír y jugar por toda la casa era un motivo de fiesta, él sabía sonreír hasta enjugar sus ojos en lágrimas; eso denotaba la inmensa felicidad que sentía al compartir momentos que quedaron grabados como memorias indelebles, en aquellos que tuvimos el privilegio de ser sus vástagos y depositarios de un amor que él sabía prodigar a raudales.

Mi madre contaba que en algún momento yo había empezado a esperarle cuando se aproximaba la hora de su llegada del trabajo, tenía aproximadamente dos años, le quitaba sus zapatos, acariciaba sus pies y le colocaba las pantuflas para que descansara. Cuando debía reprenderme, se paraba frente a mi y me miraba fijamente, sus ojos eran pequeños pero muy penetrantes, yo sentía que me traspasaba hasta los huesos con sus ojos color café, del mismo tono de la bebida que nunca faltaba en casa porque nuestras raíces están íntimamente ligadas al Eje Cafetero Colombiano y nuestras costumbres muy acordes a la vida de los campesinos que hacen de un grano, toda una tradición y emblema de un país.

Su forja de vida había sido muy dura, todo un guerrero. A la corta edad de nueve años cuando su padre falleció, se hizo cargo de mi abuela y mis tíos menores que él; una responsabilidad bastante grande para un niño de su edad, teniendo en cuenta que el promedio de hijos de una familia cafetera oscilaba entre ocho y una docena de hijos.

Fue entonces al morir mi abuelo cuando sin pensárselo dos veces, con sus pies descalzos, tomó una carreta de mano para salir a vender frutas y así sostener una familia donde la cabeza y sustento del hogar hacía falta. Nos contaba cómo toda su niñez y adolescencia sin usar zapatos no solamente había dejado huella en las plantas de sus pies, en los caminos, y también en su alma.

Los domingos eran días muy especiales en su compañía, pasaba todo el día con nosotros jugando, viendo televisión y disfrutando de comitivas que él planeaba porque consideraba muy sagrados dos momentos dentro de un hogar: la mesa y la cama; en repetidas ocasiones nos hablaba sobre eso, del respeto que se debía tener al momento de comer y retirarse a descansar.

Era un ritual el día domingo esperar la mesada que nos daba para toda la semana, alrededor de las diez de la mañana se sentaba en la sala y hacía montañitas de dinero para cada uno de nosotros. Luego nos llamaba de mayor a menor para entregarnos parte del producido de su arduo trabajo durante una semana. A mi me tocaba esperar y tener más paciencia para recibir mi parte por ser la menor de la familia. El desayuno de ese día era alrededor de las once de la mañana y era muy abundante y nutritivo, no faltaban por supuesto las arepas, un alimento típico de nuestra cultura, elaborado a base de maíz. El almuerzo se repartía a las cuatro de la tarde y después de eso nos sentábamos a sus pies a escuchar las historias y cuentos con los cuales nos hacía reír a carcajadas. Tenía don de gentes el hombre, era muy humano y querido por todas las persona que lo conocían, quienes aseguraban que tenía un carisma muy particular.

Nunca escuché una mala expresión cuando hablaba con mi madre, sabían solucionar sus diferencias de una manera muy sabia sin involucrarnos y las contadas ocasiones que eso pudo suceder fueron momentos tan efímeros que un disgusto no iba más allá de una media hora, porque siempre uno de los dos buscaba al otro, se abrazaban y quedaba concluido el malentendido.

Mi madre nunca tuvo que pedirle nada, él era tan consciente de las necesidades de sus hijos que le preguntaba a mi madre qué nos estaba haciendo falta, bien fuera ropa, útiles escolares, medicamentos, etc.

Han pasado muchos años desde su partida, sin embargo yo lo mantengo vivo en cada pálpito de mi corazón, porque él, mi pequeño gigante como le he llamado hasta el día de hoy, sigue vivo ahí en el centro de mi pecho, el lugar donde con cada sístole y diástole, yo expando en cada latido un amor que vivirá eternamente.

CHELITO.


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