Un niño está escribiendo, escondido bajo la cama, con crayones de colores, la palabra estúpido. Toda la casa está en silencio, el cielo gris por la nubes retiene la claridad que hoy no corre por las calles, que mucho menos anda por los cuartos y que por las cortinas ámbar, mucho menos llega al rincón donde el niño ya dejó de escribir, y ahora llora, porque se siente estúpido.

En el patio de la casa, la perra que hay de mascota ladra alborotada y aunque no se escucha dentro donde el niño llora, si se escucha en la calle donde da la casualidad que pasa un perro pastor alemán, bastante descuidado y bien pincelado de sangre y heridas. No pasa de largo, forma un charco de sangre pues quieto olfatea por debajo de la puerta a la hembra que ahora en silencio percibe su presencia.
El niño sale de la oscuridad que habita bajo su cama, despacio asciende, toca la cobija dejando caer cada dedo después del otro, lento, jugando a ser el monstruo que algún día le atormentó. Luego camina por la casa, dando pasos arrastrados y tocando con la punta de los dedos, las paredes a su paso. Camina hasta la sala donde mira la vitrina, que es blanca y tiene objetos blancos y cristalinos, los mira pensando que sacaría alguno de ellos, que lo miraría tentando la delicada y triste porcelana. Pero recuerda que han sido los días más desquiciantes aquellos en los que ha cometido el error, de llevar esa estupidez suya a los lugares tan frágiles.
A dos calles de ahí, su madre camina pensando en la dura tortura de lo cotidiano; el dolor de los pies y el mal aliento que parece se impregna en la nariz y que sale solo a punta de cigarro. Pasa a la tienda donde compra más tabaco, paga por el tabaco, y pide leche, pan, huevo. No sobra cambio.
Saliendo de la tienda con el cigarro entre los dedos, con las bolsas colgando de los brazos, camina más despacio. Toma su tiempo antes de llegar a casa, se limpia los olores internos con el humo.
El niño mira los objetos, desde un ángulo que le parece irreal, pues el reflejo de los espejos que dentro de la vitrina se confrontan, forman túneles abiertos infinitos, llenos de aquella delicadeza cristal. Mira sus manos, la carne que parece tan gris como todo lo demás.
De la mancha de sangre que se había formado en la entrada, ahora salía un camino de gotas que entraban por la puerta que un perro había descubierto estaba abierta, y que seguían hasta la parte arrinconada donde la perra ladraba.
Comenzaban a caer gotas del cielo y la madre del niño apresuró su paso, lanzó el cigarro para buscar las llaves en el bolso. Estando a unos metros de la entrada, notó la sangre en la puerta abierta. Tras un frío acalambrando su columna, corrió para buscar a su hijo de quien temía infinidad de catástrofes.
El niño sacaba un tren de cristal, finamente tallado, del tercer piso de la vitrina. Lo miraba detenidamente y se adentraba en la calma que le producía pensar que estaba formado de hielo, que no derretiría.
Mientras miraba, escuchó a su perra ladrar y correr por las escaleras hasta llegar al cuarto donde estaba. La perra apenas entró dentro del cuarto, el niño intentó detenerla, pero detrás de ella entró el perro lleno de sangre y comenzó a morderla hasta poder aparearse con ella.
El niño miraba como el perro se sacudía sobre la perra y las gotas caían pintando de sangre el suelo, la vitrina, la blanca vitrina. Los miraba y en su mano el tren de cristal, roto, en pedazos, encajados en su mano de piel gris.
La madre llega corriendo, pero al intentar entrar en el cuarto, el perro herido le ladra. Ella grita y golpea en la pared, pero el perro no para. Entonces opta por llevarse a su hijo, pero cuando intenta rescatarlo, éste le gruñe. Ella lo mira, quiere llorar y abrazarlo. Pero el no, es un perro, y tiene hambre, escapa entre sus piernas. Ella vuelve intentar entrar, pero el perro herido se lanza sobre ella y con el hocico abierto incrusta sus colmillos en su piel, gris también.

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