Las gallinas correteaban todo el día en el patio que queda atrás de la casa donde vivíamos.

Jugaban con el gato de mi vecino Miguel, a policías y ladrones.

Recuerdo que con mi otra hermana, les habíamos puesto nombres a las de dos patas: Griselda, Graciela y Gregoria.

Graciela era una gallina estéril, flaca, poco agraciada, pequeña, de aspecto abandonado, la más lenta de todas.

El gato del vecino se llamaba Christopher.

Era un cruce entre siamés, tailandés, y gato criollo.

No era elegante, esbelto y musculoso como los de su raza; era todo lo contrario, de un color amarilloso, cola corta, ojos lagrimosos, con un azul profundo y unas ojeras blancas alrededor de ellos.

En este juego de buscarse y encontrarse; Christopher era el policía, las gallinas los ladrones.

Los veíamos corretear por toda la casa.

Las gallinas gritaban, daban saltos, se empujaban y hasta peleaban entre sí…

El gato las perseguía como alma que lleva el diablo, mi hermana y yo moríamos de risa, con las travesuras de los animales.

Graciela jugaba dos o tres momentos y pronto se retiraba, se fatigaba con facilidad, le sobrevenía un soponcio, asma y tos que la dejaban fuera de lugar.

Cuando quedaba inmóvil, sin alientos, el gato aprovechaba para tomarla como rehén.

Una tarde que la gallina estaba apartada del equipo (Griselda y Gregoria daban de comer a sus polluelos) Christopher, que siempre estaba a la espera de un nuevo “round”, sin preguntar, se abalanzó sobre Graciela, la atrapó, la encerró y la llevó a su escondite secreto (la casa de Miguel).

La gallina no daba señas de nada, ni siquiera de querer jugar.

Al gato eso no le importó, se la llevó en la mitad de su boca colgada, como lo haría cualquier otro animal carnívoro, que estuviera atrapando una presa.

Lisa y yo observábamos atentos el juego de las aves de corral, y en ocasiones les hacíamos barras, para que no se dejaran atrapar.

Graciela se veía muy mal, le había sobrevenido un Síncope, un infarto fulminante…, la gallina murió ante nuestros ojos.

El gato, no se daba por enterado de lo que estaba sucediendo: la zarandeaba,una y otra vez, lanzándola por los aires, tomándola de la cresta, agarrándola por el cuello.

Inquieto por la falta de voluntad de la occisa, se acordó del cuento de la gallina de los huevos de oro, que todos conocemos.

Buscó la mina escondida pero no la encontró. La desplumó, la descuartizó, la abrió por la mitad, y como no encontró el preciado oro, que había escuchado en las tardes de cuentos de los humanos; se la comió en un sangriento banquete violento, ante la mirada atónita del único testigo del acto, mi vecino Miguel.

Para ese entonces, Miguel tenía doce años.

En su corta vida, jamás había visto tanto odio, como el que reflejaba en su mirada ese malvado “felino”.

Por Graciela no se podía hacer nada, solo sus restos quedaron, para ser sepultados en el mismo patio.

El gato después de exorcizado, se lo regalaron a un tío de Miguel, quién se lo llevó para una finca, para que le espantaras los ratones y las ratas del lugar.

Mi mamá exasperada, con escoba en mano, trató de espantar, atrapar y darle en la cabeza a Christopher, para que soltara a la gallina, antes que se la llevara a su cambuche. Todo fue en vano.

El gato conocía muy bien ambas casas, y supo escabullirse en medio de Griselda, Gregoria, Lisa y yo; que seguíamos perplejos, tan trágico juego.

Mi mamá se nos acercó y nos dijo:

  • – ¿Ustedes estaban ciegos, o se volvieron estúpidos? ¿Acaso no ven que ese gato siempre anda con malas intenciones? entra al corral, araña las mallas que ponemos, espanta a las gallinas y a sus polluelos…
  • No dijimos una sola palabra; temblábamos de miedo.
  • Entonces, me atreví a responder, aunque se me atragantaban las palabras:
  • – Mamita ellos estaban jugando a policías y ladrones.
  • – Siempre lo hacen. Contestó Lisa respaldándome.
  • Hubiese sido mejor, que nuestras bocas no se hubieran abierto nunca.Mi mamá tomó del cabello a mi hermana y la entró a la casa, ahí le asestó cinco chancletazos por respondona.A mí me pegó, con la escoba con la que había perseguido al gato; también recibí cinco veces la disciplina impartida por ella.
  • Después de su estricta forma de corregirnos, nos hizo quitar la ropa, para bañarnos, aún con el dolor en nuestra piel amoratada; Nos obligó a cambiarnos de ropa, y antes de cenar, arrodillarnos a rezar siete ave marías, para que la virgencita, tuviera compasión del alma de Graciela.
  • – Los gatos y las gallinas no juegan a policías y ladrones, ese apestoso animal, solo las correteaba para matarlas y comérselas; espero, les quede claro. Nos dio la bendición y se fue a dormir.

Pero fueron sus palabras finales, las que cambiaron el rumbo de mis pensamientos: sus palabras, mutilaron dentro de mí, el neonato que creció entre mitos y fábulas. Acabaron con la fe, que tenía en el mundo, y con mi fantasía de niño.

Más adelante comprendí, que los cuentos de hadas existen para estimular la utopía, y que la realidad es lo contrario de la imaginación.

No más Caperucita Roja, Alicia en el País de las Maravillas, La Vida es Bella, Simón el bobito, El Principito y los demás cuentos y fábulas, que me permitieron vivir en un mundo irreal… ¡Adiós, pues, ensoñaciones de mi infancia!

…Sin gato, y sin gallinas; sin policías, y sin ladrones, continuamos nuestras ordinarias vidas, de niños crecidos. La magia había terminado.

Diez años sumaban mi vida de infante, en aquel entonces.

Sin las locuras del gato y las gallinas, el patio trasero se veía triste, cual lugar desolado, después de una batalla. La imaginación había perdido su brillo.

Aunque, algunas veces mis dos hermanas y yo, nos inventábamos canchas de futbol, campos de concentración militar, o jugábamos “Star Wars” con Matildita, la prima, que venía con mi tío a visitarnos…

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