Cada veinte de julio llueve. Hace tiempo que el frío con mucho sol de los inviernos anteriores trasmutó en un ambiente húmedo e inestable donde abundan los días grises con ganas de hacer nada. El televisor es denominador común para todos los rituales humanos de la casa: levantarse y prender la tele, desayunar y almorzar con la tele prendida, dormir la siesta con el televisor, llegar de la calle y volver a encenderlo, incluso a veces, salir y dejarlo prendido.

La sala no es tan grande, pero si lo viéramos desde el ventilador de techo, parece un mandala, con la alfombra redonda verde con vivos negros que Martina tejió hace ya varios años en un curso de crochet. Se agrega a la escenografía un viejo sofá de pana roja desgastada, un mueble colmado de libros a punto de caerse y el negro televisor que encima tiene una tela blanca con puntillas hechas a mano que lo preservan del polvo que nunca acaba.

Son las veinte, la tele lleva unas siete horas encendida, se diría que es un interlocutor más de la casa. Martina pasa cada dos minutos frente al televisor prendido, lleva ropa a las habitaciones, levanta juguetes o barre la miga de pan que cae después de la merienda. Hay una competencia silenciosa entre ambos. Ella sabe que los niños le prestan atención a la tele con su vozarrón imperturbable, así que tomó la decisión de sacar a los niños a disfrutar de las vacaciones invernales a pesar de los días grises y quitarlos de enfrente de la voz gruesa y monocorde del aparato bobo.

Mientras termina los últimos detalles de la torta de cumpleaños, le pide a Joaco y a Lautaro que corten unos banderines para decorar el comedor. Ella observa de reojo que la tele está prendida pero nadie le presta atención. Los niños están entretenidos con la tarea solicitada. Cuando termina de decorar la torta con los últimos detalles de crema chantilly, Lautaro le pregunta si puede comer un pedazo: -en un ratito, ya están por llegar mis invitadas- afirma Martina y agrega: -¿Podrías ayudar a Joaco a perforar los banderines y pasarles un piolín? Coloca la torta con cuidado en la heladera y se dispone a ayudarlos a colgar los banderines terminados.

Martina empieza a contarles cómo eran los cumpleaños cuando ella era chica, cuando el abuelo José alguna vez se disfrazó de payaso y armaba los juegos con los invitados, porque la cama elástica y el castillo inflable no existían. Los chicos no tardan en rodearla y llenarla de preguntas. Toma el control remoto y baja el volumen del televisor. Falta media hora para que lleguen las pocas invitadas a su cumpleaños número treinta y cinco.

Aprovechó ese momento para contarles otro cuento, uno que había leído alguna vez a sus alumnos de primer año, una historia de una niña que desaparece después de un truco de magia en el día de su cumpleaños. Se ríen. Los niños están despatarrados sobre la alfombra verde. Es hora del baño.

Todavía el día no concluyó pero Martina siente que a pesar del tiempo húmedo e inestable de afuera, fue un día muy especial. Ella y sus hijos compartieron una tarde de relatos y recuerdos familiares. Aunque la competencia entre ella y la tele prendida es desigual, Martina piensa en no darse por vencida; las horas y minutos que le saque de ventaja al todopoderoso de la sala será, su victoria personal. Se está dando una ducha caliente y rápida, eso le produce una dulce satisfacción, se diría que es un buen regalo de cumpleaños.

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