Naturaleza doméstica

Naturaleza doméstica

Alfredo Pérez

27/09/2017

Había estado recogiendo piedras blancas y negras para jugar a carreras de coches. Las piedras blancas eran los coches como nuestro seiscientos. Las negras, como los taxis. Comimos en la chopera, poniendo una mesa al lado del seiscientos porque solo teníamos dos sillas plegables. Papá se sentó en el asiento del conductor, de lado; mamá y la tía Marisa, en las sillas y el tío Alfonso, en el suelo. Escuchaban en la radio una canción que hablaba del milagro de una noche, de una luna de miel y de cosas que yo no entendía.

Mamá miró a papá y le dijo «qué bonita es esta canción, podíamos bailarla». Y papá dijo «déjate, déjate». El tío Alfonso también le hizo un gesto a su mujer como invitándola, pero ella le dijo que no fuera tonto.

Las mujeres recogieron la mesa. Mamá cogió los cacharros y se fue a lavarlos al río. La tía Marisa buscó una sombra para echar una cabezada. Papá abrió el capó del coche y se puso a arreglar no sé qué manguera o manguito. El tío Alfonso dijo que iba a buscar un sitio para echar una meada.

Yo seguí buscando piedras blancas y negras. Las negras eran más difíciles de encontrar. Sin querer, llegué hasta cerca del río. Yo sabía que en las orillas de los ríos solía haber muchas piedras. Cuando ya estaba llegando oí ruidos. Era como si alguien se quejara, como si le doliera algo. Me acerqué con cuidado porque pensé que podría ser algún animal.

Pero no. Eran mi tío Alfonso y mamá, que estaban en el suelo como riñendo. Tuve miedo de que mi tío le hiciera daño a mamá, pero enseguida ella se rio y luego le dio un beso a él.

Me di la vuelta, ya tenía bastantes piedras. Cuando llegué, papá estaba contento porque había arreglado lo del manguito ese.

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