En Kampala uno se mueve en boda boda, las motos que solían llevar gente de una frontera a otra: from border to border, from boda to boda. La estación de Old Park da una idea del caos que rige la ciudad.

Pero siempre hay tiempo para un parchís.


De Qualicel a Fort Portal,

con parada en Mubende,

la mujer del mandil

saltamontes te vende.


En los suburbios de Masese en Jinja nos reciben llenos de sonrisas para uno de los talleres musicales. El instrumento que nunca falta es la voz, y quiero que me enseñen sus canciones. Quizá tenga ocasión de volver a este cole en agosto, y seguiremos, como dice una de sus melodías, “singing melodies with our hearts”.


Un día en Uganda amanece y una calavera de búfalo te da los buenos días. Llegas a un pueblo llamado Kagando. Aquí está Kagando Police Department, Kagando Nursery, Kagando Store y Kagando Hospital. Decides no hacer parada ni probar la comida local, por si acaso. En las faldas del Rwenzori duermes junto a uno de los ríos que desembocan en el Nilo. Un día en Uganda amanece y una polilla “caradeoso” te da los buenos días.


Sube al coche un Karamojong, de la región de Karamoja, en el noreste de Uganda. Esta etnia engloba cientos de tribus con dialectos diferentes, principalmente dedicadas al ganado y con una historia de represión y guerra contra el régimen dictatorial de Idi Amin y entre ellos mismos. Muchos se han desplazado al centro del país huyendo de la pobreza para encontrarse marginados y en peores condiciones aún que en su tierra. Llevamos a este hombre al norte por la ruta que recorre el este de Uganda cerca de Kenia. Es la primera persona que no sabe decir ni hola en inglés. No sabe cómo se abre ni cierra la puerta del coche. Tiene la cara tatuada con la distinción de su tribu. Devora cacahuetes como un animal, acepta banana chips, y come pasas con curiosidad. Va vestido con falda, carga su palo y su silla tradicional de madera en forma de “T”. Leo en la guía sobre este hombre, me giro para verle y compruebo que es un Karamojong de libro.


“¡Atención: concierto! ¡Live at Lion’s! Acudan elegantes y perfumados. Vengan al local de Vincent, el mejor anfitrión de la ciudad. Equipo de sonido y luces. Presentado por el carismático Scooby Doo. ¡Cita imprescindible en la agenda cultural de Kamwenge!” Así hace su anuncio el megáfono en medio del pueblo.

—¿Eres tú el muzungu que dará un concierto?—, me pregunta un hombre.

Unas horas más tarde, en el directo más surrealista de Kamwenge y de la historia, se suceden temas de Elvis, Beatles, Ray Charles, Sinatra, Michael Jackson… ¡Mecano! (It’s so hard to forget you). La audiencia escucha impaciente la primera canción, en la segunda el micrófono empieza a fallar. Está atado con cuerda y celo a una silla y un palo de escoba. Cruje, desaparece, distorsiona. La guitarra y la voz se esfuerzan por sonar a pelo. El muzungu se pasea entre el público efervescente mientras Scooby Doo le sigue con el micrófono en la mano. Minuto nueve del concierto y estamos tocando tirados por el suelo. Los asistentes aplauden, ríen, dientes, ojos. Les gusta más que cante en luganda, su lengua: ¡Mpolampola! ¡Webare! ¡Agandi! ¡Rolex! ¡Chicken Empire! Corre la cerveza, el sudor y el licor de contrabando.

—One more and we finish—. Dice Scooby Doo.

Louis Armstrong se pone de pie sobre la silla y canta:

—What a wonderful world.


Volvemos hacia el sur por la ruta central Kitgum-Gulu-Entebbe. El Toyota Lancruiser es un tanque que cruza ríos de fango, palmerales salvajes, carreteras surcadas de zanjas y hasta el cráter de un volcán. Pero apárcalo por la noche en un camping y amanecerá con una rueda pinchada. Párate a comprar un aguacate y tendrás una rueda pinchada. Circula por la carretera más llana y tendrás una rueda pinchada. Echa gasolina en una ciudad con ocho cajeros automáticos en cada esquina y tendrás una rueda pinchada. Crúzate por casualidad con el dueño de la empresa que te ha alquilado el coche, deja que te ponga una rueda de su propio todoterreno como si te donara el páncreas y… a los veinte minutos tendrás esa rueda pinchada, la llanta rodando hacia un puesto de pollo y la cubierta botando hasta un cocotero.

Buggala Island no es de aguas turquesas. La guía promete hipopótamos, los locales dicen que hay perros callejeros. La plaga de mosquitos rodea tu cara mientras cocinas de noche. Tus pies son un archipiélago de picaduras y el agua del lago Victoria es el hogar de vertidos tóxicos desde Tanzania y del parásito belharzia, que entra por la piel y se instala en tu hígado consumiendo tu energía.

Pero las cenas de paella africana, los chapatis y mangos devorados al pie de los caminos, los paisajes de barcas que miran el horizonte, los niños traviesos que nos siguen por la playa, dibujan y juegan con nosotros, los puertos rurales de Mutambala, y el balancín de Kalangala hacen que nada melle nuestro humor. Excepto si pinchamos una vez más.


Ya de vuelta en Madrid, el carrete de fotos revela que hay esquinas de este viaje que no han sido mostradas. El tiempo es fugaz y todo parece ya difuminado. Desde la casa en St. Anthony la vista se puede perder en las montañas y praderas, y en las paredes de su escuela la visión aspira a producir “God fearing citizens”.

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