Peces que caminan sobre el agua

Peces que caminan sobre el agua

César

08/09/2019

El sol abandonaba la playa mientras el arrebol pintaba la escena. Dos sombras cada vez más grandes se tornaban una lentamente. En una de ellas una lágrima hacía maromas por no seguir rodando, por no desfallecer como el hálito a despedida de ese tierno y húmedo último beso. Ojos de avellana, pletóricos como el espacio mismo, tan profundos como la agonía que se acrecentaba con el paso de los minutos en ese obliterado corazón. Un boleto en su cartera, una despedida posterior a navidad, cuando la mañana ni siquiera comenzaba a dar tregua. Un par de promesas y una historia inconclusa.

– ¿Me esperaras, aun cuando no exista fecha de retorno? – dijo. -Por supuesto que sí, lo que tarde tu regreso- respondió. Acto seguido abordó el taxi, que ya llevaba cinco minutos esperando.

Golpea su rostro, sacude su cabeza, abre la persiana de la ventanilla del asiento K veintitrés. La luz colapsa sus pupilas.

Atrás queda el tipo vestido de camisa blanca percudida bajo un uniforme azul; – ¿motivo del viaje? – profiere, -Trabajo-, responde. Tras un breve interrogatorio, endosa en su pasaporte la fecha de salida.

Distante, tras la mampara de cristal tras el primer control, un par de ojos intentan quedar impresos en la memoria. Coinciden, siente que se quiebra la hipocresía con la que dibuja su sonrisa. toma una fotografía del momento con el pensamiento, El escenario ha cambiado.

Contempla a su alrededor personas de distinta nacionalidad, las que para llegar cruzan empinadas cordilleras cargadas de nieve y áridos desiertos, monotonía, desventura y soledad tras miles de kilómetros.

Pantalones cortos, camisetas de tópicos locales, zapatos variopintos, cámaras fotográficas con desmesurados objetivos y gorras con visera. Rostros fatigados, extasiados, ojos extraviados, afilados, pieles bronceadas, blancas, glaseadas y oscuras. Era un hecho tan cotidiano para tantos y a la vez tan especial para sí. Su mundo se expandía de pronto. Esa nueva perspectiva sembraba un vuelco en su cabeza, encendiendo una nueva llama tras su compleja infancia, cruda adolescencia y prematura adultez bajo un mismo plató, los mismos actores y la misma y vetusta orquesta bajo el mismo entrañable y repetitivo guion; levantarse de mañana a las siete, viajar en un atiborrado bus, posarse sobre el mismo sillón de cuero sintético en la misma fría y agrietada oficina, la que, llena de archivos, fue madriguera por cinco largos años.

La vida se desvanece entre los dedos, mientras el tiempo y su intransigente marcha resultan implacables. Los días se esfuman mientras la atención se centra en trivialidades, en proezas banales extinguiendo minutos, las que acallan sueños, las que ocluyen horizontes. Lleva consigo sus raíces en el bolsillo del pantalón para depositarlas en tierra fértil algún día. Atrás deben quedar aquellas noches siempre con las mismas estrellas.

El uniformado tras su escueta caseta de cristal antibalas, con una expresión algo tosca le invitó a continuar. Agradeció luego de mirar el piso algo avergonzado.

Contempló estupefacto el pasillo que le precedía. Tocaba pasar por el detector de metales y el escáner de rayos, librándolos, no sin antes, despojarse forzosamente de una botella de refresco llena, su cinturón, su teléfono móvil, su reloj y ambos zapatos por ser de talón alto y, emulando a un Cristo en Gólgota, debió someterse a una revisión de axilas, brazos, costados, abdomen y muslos, tanto caras externas como internas por un tal Longinos listo para actuar.

Compuesto tras el punto de control, tragó saliva y volteó una vez más. A lo lejos sólo distinguía su silueta la que le golpeó certeramente el pecho por última vez. Secó esa abrupta explosión de lágrimas con celeridad antes de que brotasen siquiera, levantó su brazo y profirió un adiós inaudible que, a sabiendas, le despojaba de una parte irrecuperable, un sacrificio necesario.

No le aquejó el estrepitoso despegue; ni las horas de vuelo incrementadas por tanto huso horario en la ruta. Tampoco fue el borborigmo en el que se explayaba la ansiedad del viaje, la escueta comida, el licor barato ni lo incómodo y estrecho de su asiento, común en esa sección económica a bordo del Boeing 787. Palidecía ante esa abandono, carga mucho más pesada que la del avión en sí, el peso de dejar toda su vida en otro sitio mientras, el paisaje era decorado por algodón fulgurando en dorado.

Luego de contemplar en el visor de diez pulgadas, algunas películas y un didáctico esquema en el que se plantaba el vuelo sobre un mapa mundial, soslayó a un hombre de aproximados cuarenta años algo obeso y medianamente calvo, el que usaba una polera blanca dejando entrever manchas de sudor y desodorante barato en sus axilas. Era la tercera vez que lo hacía desde el inicio del viaje y ya comenzaba a sentirse incómodo, pero no quedaba de otra. El costo de elegir ventana para perderse en la inmensidad es el contenerse las ganas de orinar o definitivamente convertirse en un grano purulento listo para reventar en el trasero de otros. El baño resultaba algo más cómodo que el de un bus interurbano, pero no exento de un aroma sui generis muy reconocible.

Habían pasado más de diez horas. Contempló el horizonte, en el que ahora se vislumbraba tierra y aun cuando las dudas le atosigaban, confirmaba que no volvería atrás, Así son los cambios; sales de tu elemento, tu refugio, pero algo oprime por dentro. Te ves como un pez nadando fuera de su elemento, como un pez caminando fuera del agua, caminando porque justo este pez no sabe nadar, nunca pudo tras ese accidente en la YMCA a los ocho.

El aterrizaje fue acompañado por un magistral solo de batería, cada golpeteo exacerba su adrenalina sumada al estímulo de tracción que ejercía la gravedad sobre el armatoste de quince toneladas. Siente un golpe tosco seguido de una embriagante suavidad, un movimiento violento mermando paulatinamente. Escucha indicaciones en dos idiomas, desabrocha su cinturón y se pone de pie.

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