En diciembre de 2014 viajé a Liberia por trabajo y un deseo muy grande de unirme a un grupo de personas que admiraba profundamente. Me preparé entonces mucho en idioma (soy traductora de inglés) y luché por un lugar que me costó años conseguir. Pasé un examen y finalmente me llamaron. El 8 de agosto de 2014 me enteraba que en diciembre me subiría a un avión para cumplir mi sueño a más de seis mil kilómetros de distancia con un océano en el medio. Hasta ese momento contaba con un esposo y tres hijos que me acompañaban en todo, claro que acompañarme en el sueño no implicaba acompañarme en llevarlo a cabo. Fue difícil atravesar esos meses de desencuentros y peleas pero finalmente subí al avión en Ezeiza y dos días después aterricé en Monrovia, capital de Liberia, África.

Éramos un contingente de seis argentinos donde era la única mujer y al bajar de avion nos esperaban compañeros argentinos que nos recibieron con novedades sobre el lugar y el trabajo a realizar por el término de un año. Los primeros días de idas y vueltas en la ciudad, cientos de clases introductorias y ponerme al tanto con el idioma y con la gente, con la comida y con el trabajo en un ambiente multicultural fue apasionante y divertido. Conocer compañeros y compañeras de trabajo de todo el mundo y cada tanto escuchar Messi! o Maradona! cuando me veían la bandera argentina en el uniforme. Todo me pareció hermoso e increíble. Tenía mi sueño enfrente y lo tocaba con la mano. «Policía de las Naciones Unidas», cuanto había esperado por esto. Un viaje, un sueño, no serían vacaciones pero era lo que esperé tanto y sin duda lo merecía.

Vivía con dos mujeres policía: Sanja (Bosnia) y Opek (Turquía) mientras intercambiábamos recetas y chismes de oficina aprendía de ellas y sus costumbres, sus tradiciones y sus formas de vida. Los domingos íbamos a la playa a mojarnos los pies al mar que dicho sea de paso era la primera vez que veía. El trabajo era interesante a la vez que entretenido. Me pasaba aprendiendo de la cultura local, de la guerra civil que sufrió el país por mas de diez años, reflejada aún en los edificios y estructuras baleadas, de las necesidades y a la vez de como hacen llevadera la vida esos que sufren la falta de todo y aun así sonríen. Que no tienen absolutamente nada y me invitaban a sus casas a compartir lo que sea con una hospitalidad increíblemente natural. Curiosos y ávidos de saber de que se trataba lo que haríamos allí y si mejoraba algo nuestra presencia.

La misión me dió alegrías y tristezas. Uno piensa que pertenecer a una Organización tan grande como ONU nos pone en un lugar importantísimo, superior. La verdad es que la misión finalizó y nada cambió desde que llegué hasta que me fuí para volver a mi vida de siempre. Me traje en la retina y en al piel las mujeres relegadas y la infancia sufrida de ese lugar. El contraste de fastuosos hoteles cinco estrellas con las zonas pobrísimas y marginales sin agua ni energía a dos cuadras del lujo empalagoso. El olor a humedad y el calor apabullante que ahogaba de a ratos y hacía imposible tomar una bocanada de aire. Me traje conmigo las sonrisas amplias de las mujeres con sus canastos pesados en la cabeza que saludaban al paso que ofrecían su mercancía por hasta catorce horas sin perder la simpatía. Me enseñaron a valorar cada instante que vivo y hoy agradezco sin parar. Este viaje me fortaleció sin duda como persona y como mujer. No se trató de un viaje de placer, fue un viaje de trabajo que me devolvió nueva a mi casa y me llenó el alma de aprendizajes y de valores nuevos que empecé a poner en práctica rápidamente y que quedarán en mi por siempre.

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