La casa donde viví siendo niña está entre un canal hecho por el hombre y otro de agua que toma cauce cuando llueve. Recuerdo que el patio se convertía casi en alberca cuando llovía a cántaros.

Crecí en un lugar donde las tormentas tropicales azotaban fuerte y la colonia se inundaba.

Tal vez por eso mi viaje, mi sueño, no sé cómo describirlo, es así. Me lleva a un lugar que nunca he conocido, pero sé que en alguna dimensión existe, se desvanece.

Decidida a ir, me pongo en marcha y no encuentro la ruta.

Es en sueños o meditando cuando llego.

Por esa calle que está en la casa donde crecí, en la parte trasera al terminar el patio, se abre un camino a mi derecha y puedo ver como un lago totalmente en calma aparece.

Un muelle de madera cruje y después llego a una casa que ahora es museo de embarcaciones pasadas. Una banca para esperar el próximo viaje, supongo, una taquilla donde los boletos son a propósito antiguos.

Ahí me siento. La banca siempre está sola.

Subo las rodillas como acostumbro, espero y saben, el barco nunca llega.

Cierro los ojos y lo intuyo.

Desde el olor hasta el crujir de maderas.

Y yo cual Penélope esperando no sé qué. Un no sé a quién.

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