Postales para Ana

Postales para Ana

Mimía

09/09/2019

Las postales habían comenzado a llegar durante el otoño, apenas unos días después de que Estela se instalara en su nueva casa.

Había abandonado su país natal intentando sacudirse las esquirlas de un amor que le explotó en la cara. La decisión de irse lejos la había tomado confiando en que la miopía de la distancia empequeñecería el dolor. Su gente le había repetido hasta el hartazgo que estaba huyendo. Como si no fuera natural alejar la mano cuando el fuego quema, o instintivo correr despavorido ante un lobo hambriento.

Cuando aquella tarde de enero descubrió la postal deslizada por debajo de su puerta, le prestó muy poca atención. No estaba dirigida a ella, ni creía en el amor entre quien la enviaba y aquella tal Ana, posiblemente una inquilina anterior.

Quien ha sufrido alguna vez el dolor de la desilusión y el efecto que ésta ejerce sobre el alma, entenderá sin necesidad de mayores detalles la desazón que inundaba a Estela por aquel entonces. Había hablado un par de veces con su familia, las necesarias para hacerles saber que se encontraba bien, que el departamento era cómodo y que, poco a poco, el tiempo la sacaría adelante. Quería, desesperadamente, desabotonarse del pasado, como si fuera posible mitigar el dolor del cuchillo en la espalda, con sólo ignorarlo.

La intensa novedad de los comienzos lograba, por momentos, mantenerla alejada de la tristeza. Los días iban tejiendo su rutina de doble filo: esa cobarde automatización que enajena a la par que amontona vacíos hasta convertirlos en abismos. Y Estela se sabía demasiado llena de vacíos.

Cada dos semanas, una nueva postal atravesaba su puerta. Un tal Marcos seguía recorriendo ciudades costeras de Francia a la vez que bregaba fervientemente por el perdón de su amada Ana. Las esmeradas frases con las que decoraba las tarjetas comenzaron a despertar lentamente el interés de Estela, quien, aunque sin ceder ante la ternura que declaraban, comenzó a sentir compasión por ese hombre que perseveraba frente a una mujer que no lo leía.

Con la primavera llegó una nueva postal. Y, con el ánimo ya un poco más florido, cedió a leerla con menos displicencia. Aquel enamorado, desconociendo que sus ruegos no llegaban a destino, se mostraba cada vez más entusiasmado, posiblemente confiado en que sus persistentes misivas habrían conseguido ablandar el corazón de la ausente Ana.

Estela, quien ya había comenzado a experimentar una tibia emoción ante cada entrega, sentía la vergüenza del intruso frente a aquellos textos que no le pertenecían, y, en alguna medida, pena por no poder alertar a los involucrados. Tenía frente a ella un amor en zozobras que tal vez podría salvarse si esas palabras estuvieran llegando al corazón indicado.

Pasaron algunas semanas sin visitas del cartero. El trajín de la cotidianidad había hecho que apenas lo notara. Con un espíritu un poco menos endeble y ya casi de pie, se dejaba envolver por actividades de toda clase y a tiempo completo. Pero Estela sabía que sus vacíos aún estaban allí, acechándola entre las hojas de las flores con que adornaba su casa, debajo del maquillaje con el que disfrazaba su rostro y en los labios de los amantes de turno con los que conformaba a su corazón.

Llegó diciembre y trajo consigo el tiempo cálido y el clima a fiesta. Una mañana de domingo, mientras desayunaba en la cama, un golpe a su puerta la sorprendió. No muchos conocían su dirección allí, ni llegarían a visitarla sin previo aviso.

Hay quienes creen que el destino juega una partida solitaria frente a espectadores impotentes. Otros, por el contrario, están convencidos de que cada uno es el artesano de su propia vida. Tal vez haya un poco y un poco, y lo mejor de algunos viajes consista en que los emprendemos sin sospechar su destino final.

Sólo sabemos que aquella mañana, Estela y Marcos, sin buscarlo, se conocieron. Ella huyendo, y él, regresando.

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