Un viaje en el tiempo

Un viaje en el tiempo

Un acuerdo entre el azar y la naturaleza lo engendró así de peculiar, como la fusión entre una caracola y un calamar. Esta escena se desarrolla al final del periodo cretácico. Hemos retrocedido varias decenas de millones de años para comenzar este periplo. Los continentes Laurassia y Gondwana, separados por el mar de Tetis, han vivido tiempos convulsos. La tierra se resquebraja violentamente. Las placas tectónicas rugen, se funden, vomitan fuego y rocas. Sin embargo, él, nada tranquilo bajo las aguas, ajeno al caos. Se siente protegido bajo su concha aplanada de aragonito de unos veinte centímetros de diámetro, con estrías que forman una espiral logarítmica. Tiene unos tentáculos con pequeñas ventosas que mueve para desplazarse por el océano y unos ojos lánguidos y abultados. Su visión es borrosa. Es un amonite. Está agotado, ha nadado durante mucho tiempo buscando planctom para alimentarse y decide reposar su concha sobre una roca bajo la superficie marina.

De repente, nota un golpe, un crujido y a continuación la nada. Un animal extraño de dientes afilados, ha arrancado de cuajo un trozo de su concha y ha engullido sus partes blandas. El trozo restante, queda reposando vacío de vida en el lecho marino y, poco a poco, se ve arropado por un fino manto de arena blanca.

Sesenta y cinco millones de años después de esta escena, un grupo de neandertales se arremolinan en una caverna. Aullan, emiten gruñidos. Tienen hambre. El panorama es desolador. La temporada de hielo y nieve ha comenzado y esta vez es extrema. No se puede cazar ni pescar. No hay animales a la vista y por el mar se puede caminar hasta el horizonte. Llevan sin probar bocado varias noches, desde que se comieron al individuo más anciano del clan.

Una hembra joven se aparta del grupo. Tiene el vientre abombado y terso, camina inclinada. Todos la miran con hambre y deseo. Siente mareos, se acuclilla, algo caliente recorre sus piernas; primero un líquido, después sangre, mucha sangre. Roja oscura y espesa. Algo cae de entre sus entrañas. El resto del grupo se abalanza sobre la masa templada y palpitante, la olisquean, la lamen y finalmente la devoran, tiñendo sus caras de rojo. La hembra solloza, pero también termina comiendo.

Uno de ellos, el que parece el líder, se adentra en la cueva y vuelve con su tesoro. Una concha de amonite hueca y petrificada, con un trozo roto. La encontró semienterrada hace tiempo y es su objeto más preciado. Se acerca a la hembra recién parida y muerde sus pezones, hasta que brotan leche. Después la ordeña y llena la caracola hasta que el líquido blanquecino rebosa. Bebe de la concha, coge a la hembra por el brazo y se adentra en la oscuridad. Desde las profundidades se oyen gemidos metálicos de ella y rugidos reverberantes de él.

La tierra sigue girando durante varios miles de años. Estamos en el año 1938. España.

Un pelotón de fusilamiento apunta sus armas contra un individuo en una tapia. Tiene los ojos vendados con un pañuelo. Tiembla mientras maldice su suerte. Siente un flujo templado resbalando por las piernas mientras se pregunta por qué el capricho del azar surgido de los dados de ese maldito teniente borracho, lo eligió a él entre la cuadrilla de cincuenta milicianos. No obtiene respuesta, solo oye disparos y después la nada. Un reguero de sangre recorre con precisión matemática las estrías en formación logarítmica de una concha de amonite petrificada en el suelo. Un disparo de gracia acaba con el último quejido.

El viaje en el tiempo avanza ochenta años más, nos encontramos en el museo arqueológico de Madrid. Ulma concentra su mirada en una vitrina. Mira el fósil detenidamente. Es como una caracola grande de piedra a la que le falta un trozo. Es de color blanco hueso con tintes de bermellón y óxido suave. Lee el texto explicativo: “Ammonoidea. Conocida comúnmente como amonite. Subclase de molusco cefalópodo extinto que existió en los mares desde el Devónico medio (400 millones de años) hasta finales del Cretácico (66 millones de años). Pieza fosilizada con la entrada quebrada posiblemente por la mordedura de la cría de un tylosauro”.

Ulma piensa en Alex, su nueva pareja. Sonríe y se le iluminan los ojos. Mira la concha del Cretácico y le viene a la mente el rostro pétreo de su exmarido cavernario, Diego. Da un respingo y sigue leyendo, aunque la mente la tiene en otro sitio.

No lejos de allí, Diego expele babas de rabia. Su mente solo piensa en una cosa, en su honor, en su orgullo herido. «Ella será para mí o no será para nadie», se dice a sí mismo, musitando, mientras con una mueca macabra parece tocar el violín con el cuchillo jamonero contra una piedra de afilar. La tierra sigue girando.

***

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS