Marte, Cupido y Coldplay

Marte, Cupido y Coldplay

Miriam C. M.

03/09/2019

«Si en este momento tuviera que morir sería perfecto», pensó. Al ritmo de ‘A sky full stars’ de Coldplay observaba aquel remolino de luces y cohetes rodeada de millones de personas. Un atardecer cargado de arreboles había dejado atrás los sabores de la ópera para dar paso a un espectáculo que jamás habría imaginado. «¿Qué narices hago yo aquí?», se preguntó mientras le daba un ataque de risa y se contagiaba con la emoción de la multitud. Llevaba cinco horas observando a la gente congregada en Campo de Marte dando buena cuenta de embutidos y vinos mientras saboreaba, en lo mas profundo de su garganta, el alcohol de la noche anterior. De los movimientos quebradizos del reguetón en el Casco Viejo de Bilbao directa a los pies de la Torre Eiffel en su día nacional.

Habían pasado 23 años desde la primera y única ocasión en la que pisó París. Las cosas habían cambiado. Su vida era otra. No solo por la evidente diferencia de edad, sino porque su familia ya no era tal, ella no era la misma. Durante todos esos años, en ese paso de la adolescencia a la edad adulta, había vivido el amor y el desamor, lo que era perder a un amigo, la muerte de a quien más quieres, el divorcio de sus padres, la autodestrucción y posterior resurgir, la universidad, el trabajo precario, el esfuerzo y el tesón… en definitiva, un aluvión de sentimientos que hacían del ser humano lo que era. En los últimos meses había tenido que lidiar con muchos de ellos, no los mejores, pero estaba en París. «Jódete Cupido, ya no tengo amor, pero estoy en la ciudad de… las luces», pensó con su típica ironía.

Aunque lo cierto era que ese momento parecía perfecto para vivirlo abrazada a alguien importante, a una de esas personas que te ponen los vellos de punta. Nunca había sido romántica, pero sí, todo aquello estaba muy pensado para las parejas más empalagosas.

Siempre había sabido elegir los momentos. Qué mejor manera de darse un puñetazo más al corazón que rodeándose de toda esta gente cargada de sentimientos. «Ya abriréis los ojos, ya», se dijo como una suerte de nonagenaria enfadada con el mundo. Demasiados encontronazos personales frente a uno de los símbolos de Europa y un sinfín de móviles en lo alto que no dejaban abrir los ojos a la fantasía.

Porque todo aquello era irreal, un sueño del que uno no se despertaría ni con un jarro de agua fría, ni con un buen empujón del mejor compañero de cama. Pero ella ya no tenía eso, no así decenas de jarros de agua fría que estaban mutando la dulzura en amargura. «El puto amor, sí, el amor. Eso no existe, la gente está por comodidad, por costumbre… o se engañan, o se mienten…», se repetía cada mañana cuando abría los ojos. Pero aquel día no. La Torre Eiffel y todas aquellas personas le estaban dejando claro que la vida solo es una y que hay que seguir. Aunque fuera sin amor, siempre le quedaría una buena pinta a seis euros. «Que no se diga que en Francia lo ponen fácil».

Mas de veinte años en los que, a pesar de haber vivido demasiado, no había aprendido nada. Pero, ¿qué importaba mientras aquel amasijo de hierros siguiera produciendo música y fuegos artificiales? Se había parado el tiempo.

Y junto a ella, una pareja de españoles que había emigrado se abrazaba después de un viajecito con caravana incluida desde Normandía. Su amiga, una enfermera que llevaba unos pocos meses en París, posaba sus pies descalzos en la hierba húmeda mientras en sus ojos se reflejaban mariposas y remolinos de color. Al otro lado, un grupo de amigos ya no podía con más alcohol y se abrazaban y reían mientras sonaba la música. Enfrente, una señora de mediana edad se llevaba la mano al corazón velo en ristre, sin que nadie la mirara mal porque su dios no se llamaba Dios. A la izquierda, una familia de americanos ataviados con todo el ‘merchandising’ de EuroDisney grababa con sus móviles de última generación y cenaba por quinta vez. Por allí habían pasado los principales manjares de comida basura. Muy cerca, unos adolescentes gritaban con cada golpe de temazo de última hora para saltar lo más alto posible. Quién diría que se acababan de tragar dos horas de ópera clásica.

Pero todos, todos y cada uno de ellos, reflejaban una vida, una ilusión, una pena o un desamor, lo que fuera, daba igual, era el momento de la fantasía. Y eso no había jarro de agua fría que lo arruinara ni Cupido que lo disparara.

«Because you’re a sky
You’re a sky full of stars
Such a heavenly view
You’re such a heavenly view» (‘A sky full stars’, Coldplay)

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