Me dan la bienvenida y me colocan un casco amarillo con linterna. Me sobresalto y descubro unos ojos divertidos. Enseño mi sonrisa, la ensayada, no la genuina. Esa no la recuerdo. Asiento a las instrucciones que no escucho. Obedezco y arrastro los pies. Penetro la oscuridad. Suspiro cuando descubro que se ve afuera lo mismo que siento adentro. Nada. Me rebelo ante el negro y enciendo la luz blanca que hay en mi cabeza. Sigo las botas del que me puso el casco sin permiso y avanzo por recovecos de piedra. Nos detenemos y el risueño veloz señala una formación al frente. Sigo la dirección de su mano y observo esas rocas inmensas, esas grietas, esos huecos, esa colosal vida de piedra.
Algo en mi interior se alerta.
En esas cuevas la naturaleza me habla. Me explica la vida con metáforas y yo escucho. Me dice que si se unen los diferentes elementos, forman reacciones físicas y químicas que construyen todo tipo de formaciones fantásticas y hermosas. Me cuenta, susurrando, que sea paciente porque a veces el ritmo de los procesos es gota a gota. Me explican sus estalactitas y estalagmitas que hay encuentros que tardan años en producirse, pero una vez que ambos extremos se rozan, la fusión es permanente. Me dice que el caos se rige con otros principios de belleza. Me muestra que hay tanta grandeza en las formaciones extraordinarias como en las diminutas tallas en las piedras. Me murmura que la naturaleza tiene fuerzas de creación a través de la destrucción, como el terremoto que creó la cueva del cataclismo. Me cuenta, me susurra, me murmura, me muestra.
Algo en mi interior se enciende.
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