Vestigio a la playa

Vestigio a la playa

David Román

25/08/2019

Desde que mamá había muerto los niños se hallaban desolados. Pero ahora, en cambio, se encontraban tan entusiasmados, llenos de vigor, de sagacidad, de una lozanía viviente. Carlitos estaba ya muy bien preparado para la aventura del agua salada, desde la subida al coche esperaba con osadía la caminata por la llanura liquida, llevaba un pantaloncillo corto y el dorso desnudo. De vez en cuando, en la silla trasera montaba su nuevo tiburón blanco, e imaginaba ir a la caza de ballenas, rescatar a un náufrago, o encontrar la perla más brillante y enorme que ni siquiera Sir Francis Drake hubiese podido imaginar. Sonia, su hermana mayor, que también como el, no había conocido nunca el mar, ya muy grandecita para aquellos cuentos, se la pasaba embadurnándose de maquillaje, ensalzando su piel suave, para que cuando un príncipe de esos que nos los trae las olas, sino la lucha por la belleza, la llevase a los más recónditos aposentos de sus castillos de amor.

La carretera se sumía en un óleo de petróleo, penetrando las formas del viento, por el filo de un sol cortante de medio día. Hacia la una de la tarde almorzaron en una estación de servicio, cuatro platos de arroz con coco; uno para la abuela, que mostraba galantería de su vestido color cielo y tulipanes estampados, dos más para Carlos y Sonia, y el último con porción doble para el regordete de papá. Preguntaron al encargado del restaurante las indicaciones para llegar a la playa y volvieron excitados al auto.

Rodando, vagaban en sus quimeras preferidas; Carlitos había ya declarado la guerra pirata al viejo mundo, salvado a perfectas princesas de los pegajosos tentáculos de un hórrido Kraken, y como si fuera poco, se inventó la manera para que los pulmones humanos, se sumergieran durante días enteros bajo el agua, sin sufrir daño alguno. Sonia, a su vez, dibujaba las nubes con su mirada, como algodones, buscando las formas más idílicas de la diosa Venus; un corazón atravesado por una flecha, y más allá del cenit, en la lejanía, un arcoíris ponía bombas multicolor al romance quinceañero. La abuela dormía con la boca abierta pegada al cristal de la ventanilla delantera. Y Juan mientras conducía, recordaba los días idos, jamás olvidados, con su amada Marlene. Prometió a los niños dar el mejor viaje hasta entonces de sus vidas, a cambio de intentar subsanar la ausencia de la madre. La pensaba allí, a su lado, tomados de las manos, sonriente, despeinada por el aire caliente…

– Si serás pendejo – dijo la abuela con voz ronca. – Hace diez minutos que pasamos el cruce a la izquierda – .

– Cálmate mamá – Le replicó Juan – Es en el cruce que está allí, ¡míralo!

El asfalto rechino y las llantas giraron a la izquierda, la abuela aun dudando, y los niños en sus fantásticas hazañas contribuían a un silencio fúnebre. Poco a poco hacia al avance del coche, se abrió una callejuela de piedra rodeada de arbustos, y luego comenzó un pequeño lodazal. La abuela estaba ahora más segura de sus dudas y de la ineptitud de su primogénito, se guardaba las chocantes consideraciones. A poco más de cien metros se pudo ver un arrabal de casitas tristes de hojalata y techos caídos, con chambranas en madera podrida. El motor seguía ronroneando bajo el capot y por una premonición incoherente del destino, de esas que desafían el albur de la ruleta, el coche se apagó, el motor no latía. Tal vez un anillo se había saltado de su pistón, o la gasolina se había secado, el caso es que, un último impulso sirvió para llegar frente a las casitas de ojos soñolientos.

Y vaya curioso espectáculo que vino después bajo el sol quemante. Todo tipo de ejemplares de la raza infausta se aglomeraron en los andenes resbaladizos de la calle, para mirar a los perdidos náufragos de ojos color primavera; una deliciosa tragedia épica representaba la escena. El silencio rotundo se hacía sentir y desde adentro la abuela les reprochaba: “¡se los dije!”. Fue entonces cuando la familia empezó a distinguir sus alrededores. No pensaban más sino en que un azar insospechado los había llevado a los confines de sus más íntimos miedos, y que, si tenían suerte podrían salir con vida.

Las miradas del entorno no se movían, seguían sostenidas sobre ellos, observándoles. Aquellos individuos de piel azabache, con pies de báculo y estómagos pronunciados se maravillaban de esos cuerpos no humeantes, tan intachables como la luz del sol. Y adentro, en el carruaje averiado la duda crecía, se debatía entre salir a la incertidumbre o continuar seguros en la comodidad de la angustia. Fue esto último lo que triunfo.

El borde de la noche llego, y la escena se repetía, lo único que había cambiado era que, ahora un aire tibio recorría las estancias. Sucedió la mañana, y el mediodía, y la noche posterior. Nadie se movía, un solo suspiro habría causado la tragedia. Y la lluvia desparramo su furia, y el sol tomo luego su lugar, que se lo arrebato la oscuridad. Y pasaron tantas fechas olvidadas ya, que Sonia no pudo recordar sus palacios de príncipes, y Carlos ahogado, yacía flotando sobre la muselina de los asientos. Juan taciturno y moribundo, como si el recelo le hubiera comido las palabras , no se atreva ni siquiera a abrir los ojos; y la abuela, con su característico semblante serio ya no podía aguantar más, le intimidaba la idea de morirse de mal de ojo. Entonces, salió del coche.

Apenas las dobladas piernas se adelantaron, un hombre altivo se acercó y le dijo:

– Pensamos que no iban a salir nunca. ¡Mire señora! – señalo con el dedo hacia una esquina-, en aquella casa vieja hay un teléfono, y si desea también, tenemos agua y comida.

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