Nunca en mi vida había estado tan nerviosa. Aún hoy, después de haber pasado por varias operaciones e, incluso, después de haber tenido un bebé, puedo asegurar que jamás me había encontrado en tal estado de nervios.

— Vamos, ahora embarcamos y ya en poco más de una hora estaremos en Londres.

— Claro, si no morimos antes.

Él me miró y de nuevo intentó consolarme y darme ánimos. Yo quería morirme. Lo había decidido. Me iba a morir de miedo. Aún recuerdo cómo me miraba por aquel entonces. Aún me quería y yo a él lo adoraba. Si hubiera sabido el poco tiempo que nos quedaba siendo tan felices habría disfrutado mucho más de aquel viaje. No podía dejar de pensar que íbamos a morir, que el avión se estrellaría, que fallaría un motor y habría un incendio y, bueno, las cosas que pensamos ese tipo de personas que tememos vivir, por lo visto. Estaba ocupada pensando de nuevo en lo poco que había vivido y lo joven que iba a morir cuando un ruido interrumpió mis estúpidos pensamientos.

BOM BOM BOM.

— ¿Qué es eso, cari? ¿Hay algún problema? ¿Qué está pasando? ¿Eso es el avión?

Él me miró y en sus ojos, casi por primera vez en cinco años, pude ver el cansancio. Después, todo lo amorosamente que pudo, me explicó que simplemente era el ruido de gente andando que se acercaba hasta donde estábamos nosotros y que nada tenía que ver con el avión. En ese momento nos encontrábamos todavía en una de esas pasarelas que unen aeropuerto y avión. Cuando conseguí relajarme un poco, un grupo de gente muy bien vestida apareció detrás de una curva de la pasarela adelantando a un grupo de ruidosos pasajeros. Entonces volví a entrar en pánico. Él me leyó la mente e intentó, de nuevo, tranquilizarme.

— Ya sé que parecen jóvenes, de hecho lo son, pero tienes que estar tranquila, no pienses que dejan pilotar un avión a cualquiera. Por favor, estate tranquila, ¿vale? Todo va a salir bien y antes de que te des cuenta estaremos viendo el Big Ben.

— ¿Tú los has visto? ¿Ese es el piloto? ¿ESE? Pero si podría ser su madre y tengo 25 años, por favor. Ay, ¡Dios mío! ¿Por qué hemos tenido que venir?

Me giré y lo miré con aire suplicante. Entonces lo vi claro, soltó un bufido y apartó la mirada antes de poder mirarme de nuevo y volver a aguantarme. Lo tenía que haber visto tan claro en ese momento, le estaba amargando la vida. Y no era solo por este viaje y todos mis miedos. Cada vez que él quería hacer algo yo ponía pegas. No quería gastar dinero, estaba obsesionada con el dinero. No dejaba de pensar qué pasaría si finalmente teníamos que recurrir al tratamiento de fertilidad como me había dicho el ginecólogo. En cómo haríamos frente a ello si no teníamos dinero. Y él me acompañó sin poner pegas, casi, durante esos últimos meses en los que nos encontrábamos cerrando todos los preparativos de la boda. Si solo ese maldito ginecólogo hubiera cerrado el pico y no se hubiera puesto en plan adivino quizás ahora todo sería distinto.

No pasarían más de un par de minutos cuando nos hicieron subir al avión finalmente. Aquel trasto parecía un juguete. Era minúsculo y no había casi espacio donde maniobrar con las maletas de mano. Aquel era el segundo avión en el que subía en mi vida y tenía el tercio de tamaño que los otros en los que había viajado antes. Al pánico por volar se sumó la claustrofobia. Menos mal que no viajábamos a Estados Unidos. Él parecía leerme otra vez la mente pero intenté no decir nada.

Durante el viaje se esmeró por contarme cómo funcionaba un avión, que era una de sus pasiones desde que era niño, pero yo no le dejé. No podía dejar entrar en mi cabeza ningún pensamiento y estaba siendo más desagradable que de costumbre. Cada vez que veía a una de las azafatas hablar con una compañera, un escalofrío me recorría todo el cuerpo mientras pensaba que seguro que en ese momento es cuando habían detectado la avería y ya quedaba poco para que nos dieran la horrible noticia. Él, mientras, disfrutaba como el niño que un día fue. No dejaba de mirar por la ventana mientras me animaba a hacerlo (invitación que yo rechazaba cada vez).

Intenté pensar en otras cosas, de verdad, prometo que lo intenté. Pero igual que no supe aquel día controlar mi mente para tener un buen viaje, ahora no he sabido controlar mi boca para tener un buen matrimonio. Ese fue el primer viaje al extranjero que hicimos juntos y, ahora, no dejo de pensar que también fue el único. Aquel viaje me tendría que haber abierto los ojos. Dos personas enfadadas con la vida, aguantando lo que les había tocado, sin ninguna ilusión, sin ninguna esperanza, haciéndose la vida imposible, de viaje de novios en Londres. Lo tendría que haber visto mucho antes.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS