Descenso al Infierno

Descenso al Infierno


Además de muchísimas otras personas, el discurso de la presidente lo veía desde casa la familia Martínez, compuesta por Adela, una mujer de 45 años, bien conservada, su esposo Iván de 47 y sus cuatro hijos: Juan, Elías, Ana y Mauricio. Estos dos últimos eran adoptados.

La madre era muy cristiana y el padre era ateo. Mauricio, de 13 años, era adicto a algunas drogas (cocaína y anfetaminas). Su problema hizo que la familia decidiera enviarlo a un campo de rehabilitación al norte del país, donde el padre Pablo asistía espiritualmente.

Iván se había entregado al hedonismo y tenía otra mujer, Julieth, 25 años menor que él. Ella después de mucho insistir, lo convenció de abandonar a su familia. Iván empezó secretamente a llevarse prendas de vestir y pertenencias de a poquitos a la casa de su amante.

El día de la fuga escribió la carta de despedida. No gastó mucho tiempo, parecía no tener remordimiento por dejar a sus hijos, estaba aburrido de su vida actual, quería una nueva aventura. Ese día Adela estaba en el centro de rehabilitación acompañando a Mauricio. Los otros hijos estaban estudiando.

Iván salió con una maleta pequeña, con lo que faltaba por llevar, y vio en la sala aquel portarretrato con toda su familia, de 15 x 21 cm. En ese momento sintió algo de pena. Pensó sobre cada uno de sus hijos:

Juan ha tenido un buen concepto mío, le he enseñado a defenderse en esta vida y a llevar las riendas de la casa. Como hijo mayor que es, le va a tocar asumir mi rol”.

“Elías es muy tímido y juicioso, podrá defenderse solo”.

“Ana es la niña de la casa, la cuidarán sus hermanos varones”.

“A Mauricio… no sé… siento algunas veces que fue un error adoptarlo. Es una caridad que estamos pagándola cara. Me dejé llevar por el activismo de Adela”.

Iván se retira de la casa y coge un transporte público hacia su nuevo destino.

Adela llegó a casa triste por lo que estaba pasando con Mauricio. Sintió la casa vacía, pero no era algo netamente material. El viento movía la cortina del cuarto principal, como si se hubiera llevado algo importante. Entró a ese cuarto y vio sobre la cama la carta que dejó su esposo. No necesitaba abrirla, parecía que su intuición ya se lo había dicho.

En aquel momento no sintió nada, pero los días siguientes lloraba y lloraba en silencio, sin que los niños se dieran cuenta. Se encerraba en su cuarto, o en el baño, o en algún lugar de su trabajo. El sentimiento de impotencia era más profundo cuando sus hijos empezaban a preguntar sobre Iván.

Adela sollozaba: “¿Por qué? ¿20 años de matrimonio y nuestros hijos no le importaron?” Acudió a su grupo laico para buscar consuelo.


El discurso de la presidente se hace realidad: se legaliza la cocaína. Mauricio puede consumir en los lugares autorizados, con todas las garantías (eso dicen), en un cuarto cerrado al lado del centro de rehabilitación. Mauricio se suicida luego de inhalar aquel polvo blanco y pensar tanto en su niñez de infierno.

Iván regresa donde Adela para consolar en estos momentos trágicos y acompañar a sus hijos. El padre Pablo da un sermón en las exequias llamando a la unión.

Bastaron cinco meses para que Jhuliet abandonara a Iván por infiel. Ya ella había descubierto tres casos, además de sus frecuentes visitas a prostíbulos de la ciudad.

Ivan, abandonado y desdichado, entiende la alteridad para reconocer su adicción al sexo. Por recomendación del padre Pablo, empieza a asistir a la organización S.A. (Sexoadictos Anónimos), para recuperar su matrimonio con Adela.

Iván comienza así un nuevo viaje.

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