El peor viaje es aquel que termina antes de lo previsto.
Esta vez, la razón de mi precipitada vuelta no se la puedo echar en cara al injusto destino con sus malas noticias de muerte o enfermedad. Esta vez, la única culpable soy yo.
Ayer lo tenía todo. Incluso dudas. Un viaje, una pareja, un futuro. Planes. Hoy me lo he cargado. Todo. Menos las dudas.
Hoy estoy sorbiéndome los mocos enfrente de una azafata de mostrador que, incomodada por mi tristeza, intenta etiquetar mi equipaje tan deprisa como puede. Miro desesperada el teléfono que no suena. Deseo con todas mis fuerzas una llamada que me impida hacer lo que estoy haciendo. No llega. Mi maleta desaparece engullida por la cinta que se la lleva, junto a mis esperanzas.
Me arrastro por un aeropuerto que no es el mío, con los pies pesados y los ojos empañados, luchando con las ganas de volver atrás.
A menudo tengo que sentarme, a recuperar un poco la compostura, la cordura. ¿Cómo puede una huir de tanto amor?
Querer y ser querida. ¿No es eso lo que todo el mundo busca? Una pareja buena, que te cuide, que te respete, que te ame. ¿Y entonces? Entonces se supone que ya está. Que las dudas desaparecen empujadas por la felicidad.
Pero las lágrimas que mojan mis pantalones me recuerdan que este no es mi caso. Mis dudas eran más fuertes, ganaron a la felicidad y me obligaron a marcharme lejos del único abrazo capaz de curar mi pena.
En la puerta de embarque aún no hay nadie de la compañía. Obviamente vamos con retraso. Me pongo los auriculares y una serie estúpida para no pensar. Trago capítulo tras capítulo, sin darme tregua para sentir.
Finalmente, se anuncia el inminente embarque. Al levantar la vista de la pantalla, la realidad me golpea con una dolorosa bofetada que me empaña los ojos: me marcho. Espero sentada a que embarquen los demás pasajeros. Quiero ser la última. No podría contener las lágrimas tanto tiempo en la cola.
Con los ojos cerrados rezo una vez más para que me toque un asiento en la ventanilla, pero al abrirlos la maldita letra sigue allí. E. Cuando entro me basta una mirada para comprobar que el avión va abarrotado. Ya lo sabía. No lo quería creer. No podré cambiar de sitio.
Evitando contacto visual, indico a mis compañeros de vuelo que me voy a sentar. Están demasiado cerca. Su amabilidad y felicidad hacen resaltar aun más mi pena. Para ellos la aventura empieza ahora, su emoción es la misma que sentía yo hará solamente una semana cuando venía agarrada de su mano, medio dormida, pensando que me esperaba un maravilloso mes para descubrir mejor su país.
No es la primera vez que hago la vuelta sola. Pero sí la primera que tengo la certidumbre que no me seguirá. Esta vez no vendrá al cabo de unos días con ganas de verme. No podré ir a recogerle excitada e impaciente de volver a tenerle a mi lado. Hoy le dejo atrás. Para siempre. Sé que no volverá. Y duele. Duele como si me estuvieran agarrando las tripas y retorciéndolas para sacármelas por el ombligo.
Lo peor es que sé que me podría haber quedado. Con cariño y tiempo lo podría haber arreglado. Abrazos, besos y palabras tiernas nos hubieran sanado. Por un tiempo al menos. Hasta la próxima.
Pero esta vez le he notado diferente. Estaba demasiado cansado. No me ha pedido que me quede. Finalmente he conseguido acabar con sus fuerzas.
Ligeras turbulencias indican que llegamos a mi ciudad. Mi casa. ¿Pero no era él mi casa?
La humedad y el calor de fuera dificultan mi respiración. Ha parado de llover y el sol, acusador, me ciega. Que pocas ganas de estar aquí. ¡Ojalá me pidiera que volviese!
Subo, sin convencimiento al autobús, empujada por la multitud. Con esta fuerza ajena recorro los pasillos. En la cinta me espera la maleta. Tan llena de ropa, tan vacía de él.
Caras felices me reciben en la salida. Ninguna me pertenece. La única sonrisa que se dirige a mi es la del taxista. La borra rápidamente al verme la cara. Se me atragantan las palabras. Respiro. Con gran esfuerzo, consigo darle una dirección. No es la de mi casa. Hoy no. Necesito que me recojan.
Mi hermana me abre la puerta y me hundo en sus brazos. Las piernas no me aguantan, pero ahora ya me puedo dejar caer. He llegado.
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