LAS ARENAS DEL SILENCIO I

LAS ARENAS DEL SILENCIO I

PRIMERA PARTE

LAS ARENAS DEL SILENCIO

1

El verbo de su autor le dio el ser. Habitó su primera existencia entre los folios de un manuscrito con pretensiones de libro y de palabras abundantes como la arena. Cada frase que su nombre o su esencia mencionaba, tenía los signos de puntuación que cumplían su misión de carceleros.

A pesar de las opciones infinitas que el manuscrito le ofrecía —como un libre albedrío—, Samuel Pereira anhelaba evadirse; presentía que más allá, por fuera de ese texto, una red de senderos circulares lo conduciría a otros mundos.

La única forma de lograrlo sería aprovechando un error de ortografía, circunstancia dada en el momento que el escritor —sin hacer las correcciones— se levantara de la mesa en busca de un café.

Empezó por los signos de puntuación, buscando abandonar la posición de sujeto o predicado en una frase, pero no daba resultado. El deseo de escapar lo llevaba a urdir otras formas de lograr su cometido: tratando de hacer que el escritor dejara de crear, recogía los granos de polvo que el viento depositaba en las hojas de papel, para sellar la salida de la tinta cada vez que su nombre iba a ser escrito.

¡Quedaba una esperanza! Si el autor no lo mencionaba, o no lo pensaba, Samuel Pereira no existía; sólo en esas condiciones sería posible la fuga. La circunstancia sería dada mientras su escritor mater fraguaba como iniciar o rematar la frase, la parábola, la hipérbole, o el párrafo.

Sucedió entonces que, en las horas de una noche sin luna, alguien llamó a la puerta del proscrito; el autor había olvidado el punto final de un párrafo. Incrédulo, Samuel permitió que los goznes y las bisagras herrumbrosas de una frase que mencionaba catedrales, profirieran un ruido…un lamento. En el marco de la puerta ojival se recortó la silueta de un monje, o de algo que parecía un monje.

A la luz de una vela, hasta el amanecer, Samuel Pereira lo escuchó en silencio. La ciencia le había sido revelada en un idioma diferente al suyo, pero logró comprender la esencia, la forma, la palabra que lo transformó en impostor de sueños.

Fue así como ese ser —ahora infame— trastocando la ciencia revelada confundió a su autor; logró infundir en él la idea, ya no para que el arte de su verbo —de extintos cabalistas—lo creara, sino para que con su silencio y olvido lo convirtiera en nada, en ausencia y en vacío. Y así escapar del antiguo manuscrito.

Ese monje de caminos nocturnos le había dado la clave.

Una vez escapado del manuscrito, el cansancio y el temor le hicieron sucumbir ante el inexorable sueño de los prófugos, durante el cual —como una ley— le fue borrada la memoria.

Despertó en una tienda de mercader de sedas, brocados y amatistas; afuera le esperaba un camello de cuyas albardas colgaban odres llenos de vino y alforjas con alhajas y pipas de jade para regalar a los reyes y a los sabios; también una cimitarra de metales forjados en una ciudad de calles cubiertas de adoquín y transitadas por calesas que transportaban a las damas elegantes con sus atuendos rococó. Cuentan que la cimitarra —de gran valor— prodigaba destellos que deslumbraron en su época al Sultán de los egipcios. A Hassan, que ahora era su nombre, no le extrañaron o nada le importaron las huellas de un tanque de guerra dejadas en la arena. Las siguió.

A lo lejos, el aire candente dejaba adivinar —sobre la arena— las brumosas chimeneas y las quillas de barcos soñados sobre posibles mares. Sabía que era mercader, que había olvidado su ciudad natal o que tal vez la confundía en sus recuerdos. Entre ellos destacaban los ojos azabaches de una mujer andaluza, que se desnudaba para él en la trastienda de una taberna visitada por magos y gitanos.

El camello se negó a seguir avanzando cuando se escuchó la primera explosión. El mercader miró al animal; el temor de la bestia impregnaba el aire cobrizo del atardecer. Hassan puso entonces sobre su hombro un par de alforjas y lo dejó al garete.

—Ya vendrás—, le dijo.

Delante de las huellas estaba la guerra, el final o el inicio de una guerra; como fuese, habría sangre, habría ignominia y habría hombres; pues las mujeres estarían ocupadas hilando maldiciones o inventando aventuras con los marineros de los barcos soñados, que se parecían a los que se hallaban atracados en el puerto. Mejor llegar de noche… o no llegar, —se dijo—. A la hora que arribase, una casa rosada, en una esquina, tendría las ventanas de los pisos altos abiertas y las cortinas de seda meciéndose en el viento. Adentro, en las alcobas cubiertas de brocados y joyas de amatista, estarían las mujeres violadas llorando llorares de azabache sobre los cuerpos rígidos de sus amores muertos. Por eso no había afán, mejor llegar de noche o esperar que desde el mar, al menos otro mercader, tal vez de Grecia, descendiera de un barco y trajera la aventura deseada por las mujeres que maldecían la guerra.

Sus pensamientos le hicieron detenerse, mirar al cielo y después al infinito mar de arena que sus pasos marcaban irredentos. Tal vez si no llegaba —pensó— no habría casa rosada, no habría guerra, ni llorares de ojos azabaches, ni ignominia. El mercader volvió la vista al arenal y, aprobando con un movimiento inequívoco de su cabeza la sabia actitud de su camello, le dijo en el silencio y la distancia de una luna que ascendía más allá de los buques, más allá de los mares:

—Espérame, y… perdóname.

El camello, impasible lo esperó hasta el amanecer. Esa noche, rendido de cansancio, mirando las huellas que los tanques de guerra habían dejado sobre la arena, volvió a sucumbir ante el inexorable sueño de los prófugos, durante el cual —como una ley— le fue borrada la memoria.

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