Todavía no cantaban los gallos y el niño de siete años, José, estaba despierto, sentado en la cama miraba la llama zigzagueante de una veladora, elevó su mirada al altar y religiosamente juntando sus manitas, le pidió a la Virgen de Guadalupe cuidarlo durante el viaje que realizaría a la ciudad.

Dejaba la casa que lo había visto nacer y crecer. Meses atrás su mamá lo había llevado a visitar la familia de su padre, el pasar por la ciudad le marcó la vida, quedo maravillado por la cantidad de gente, casas, automóviles, amplias carreteras, que veía, fue el instante que nació en su alma el intenso deseo por vivir ahí, nunca se detuvo a pensar que para bien o para mal su vida cambiaría para siempre.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el canto, primero de un gallo, después siguieron varios kikiriki.

Se puso en pie y se acercó a la puerta que daba al corredor, el viento fresco matinal estremeció su delgado cuerpo, frotándose sus ojos trató de acostumbrarse a la oscuridad.

La penumbra fue iluminada con una tenue luz, una figura con pasos agiles cruzó el patio terroso de la casa, sostenía un candil encendido. Reconoció a su abuelita, una anciana de cabello plateado, piel bronceada, mujer de carácter fuerte, valerosa, dedicó su vida a atender mujeres embarazadas.

–Me espantaste guachito, voy al gallinero, espérame en la cocina para prepararte café.

–Abuelita, mañana me voy a la ciudad –le dijo con inmensa alegría el niño, mientras colocaba la leña en el fogón –estoy muy contento, me gustaría que vinieras conmigo y con mi mamá, es muy bonita la ciudad.

– Conozco la ciudad ─contesto ella, así como tú, cuando era niña quería irme a vivir allá, pero mis padres nunca me dejaron salir, ─como consolándose dijo, ─además, hace mucho frío allá.

Para José la cocina era un lugar muy especial, recordaba las noches, en las que después de realizar las labores del campo, la familia se reunía estrechando lazos familiares, él se dormía en los brazos de su madre, mientras escuchaba el crujir de la leña al arder y las voces de sus abuelos, tías, hermana y su madre, que con suaves arrullos lo dormía.

El niño terminó de tomar su café disponiéndose a realizar la tarea encomendada por su abuela salió de la cocina, por un momento, el viaje volvió a absorber sus pensamientos, imaginaba lo que le esperaba en la ciudad, quiso entonces grabar en su mente el paisaje que estaba ante sus ojos, fue recorriendo en 360 grados la casita de piedra que lo vio nacer y crecer, frente a él los primeros rayos de luz iluminaban de colores vibrantes todo lo que acariciaban, las hojas de los árboles con distintas tonalidades de color verde se mecían suavemente dejando caer finas gotitas de la lluvia del día anterior, corrían pequeños riachuelos por el empedrado frente a la casa, las tejas empezaban a desprender “humo” al ser tocadas por suaves rayos de sol.

El cacaraqueo de una gallina anuncia las 11 de la mañana, es más exacta que un reloj, signo inequívoco de que ha puesto un gran huevo, José empieza a sentir el jalón del hilo que tiene amarrado en su mano, camina entre las matas de maíz, soportando el calor sofocante dirige sus pasos hacia el lugar en el que escuchó a la gallina, continua caminando solo, agachado entre la maleza y el maíz, una planta de calabaza se interpone en su camino, ahí está, ha encontrado el tesoro, cinco huevos color rojo, humedecidos. Suelta el hilo de su mano, y toma con sus manitas los huevos, uno está caliente, es el más reciente.

Los coloca en su morral y empieza a correr hacia la casa, busca a su abuela, y se detiene en la cocina, ─abuela, los encontré, son cinco huevos, el nido lo tenía cerca del zapote, a un lado de una mata de calabazas, ─le dice sonriente, ─sabía que lo lograrías, eres muy curioso.

La abuela no podía ocultar en su mirada la tristeza de pensar en el adiós de su nieto. La mamá del niño le había dicho que era mejor para José viajar a la ciudad, en silencio había aceptado las palabras lacerantes, a pesar de ser una mujer fuerte, pensar que ya no vería a su nieto le producía dolor en su pecho.

No pudo más, ahogando un sollozo, ─le dijo ─te vas hijo, pronto me vas a dejar, sé que es lo mejor para ti, te extrañaré siempre, siempre me acordaré de ti, ─no llores abue, ─el niño se acercó llorando diciéndole ─pronto regresaré y te traeré muchas flores-, su corazón estaba destrozado, un viaje a veces se convierte en dolor para los que se van.

Llegó la hora de la comida, frijoles con huevo, tortillas de maíz calientitas, su madre apuraba al niño, era la hora de partir.

Tres de la tarde, el sol estaba en lo alto del cielo, la despedida es inminente, el niño mira a su abuela sentada en una silla, al verlo, ella camina hacia él y extiende sus brazos, José, corre a abrazarla, se funden en un solo ser, todo desapareció para ellos, el niño volvió a prometerle que pronto regresaría y le traería muchas flores.

Adivinando su destino -ella dijo, ─ya no volveré a verte─, la carita del niño fue cubierta por el llanto de su abuela.

José regresó con su madre, cogió su cartón con su ropa, lo soltó y volvió sus pasos para despedirse nuevamente de su abuela, el abrazo fue más intenso, sin saberlo sus corazones se separaban definitivamente, nunca más se volverían a ver.

El niño agarró su cartón con ropa, sus primeros pasos a la ciudad iniciaban en el empedrado de esa casa.

Pasaron cerca de 35 años para que José recordará su promesa, sobre una tumba a las tres de la tarde depositaba un ramo de flores multicolores, regresaba a su casa.


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