Seguía pensando en cómo vengarme de Lucía. Mamá dice que después de reñir con las amigas hay que darles un beso y hacer las paces, pero estaba harta de que se saliera con la suya. Y no solo por el incidente del helado.

Al salir del hotel fuimos directamente al Bazar de las Especias. La tía Paqui quería llevar té de manzana a sus amigos y compró tanto que tuvo que repartir cajas rojas en las maletas de todo el grupo. Allí dentro olía a curry y unos hombres morenos gritaban a todo el que pasaba. Debían de ser brujos porque estaban rodeados de montañas de polvos de colores y sabían leer la mente. Uno salió de su tienda y empezó a seguirnos.

– ¿Españoles? ¡Hola! ¡María! Aquí más barato que Mercadona. Bueno, bonito, barato. ¡Hola, Mari Carmen!

Lucía volteó su larga mata de pelo y contestó:

– ¿Y tú cómo sabes el nombre de mi madre?

Los adultos rieron y dijeron que tenía “desparpajo”. Ella dio otro golpe de melena. Le encantaba ser el centro de atención.

No le hablaba desde la tarde anterior. Habíamos estado caminando por una calle larguísima y nos prometieron un helado para que nos calláramos. Me acerqué al puesto con un par de liras y pedí uno de chocolate. El hombre de la heladería no era tan moreno como el del bazar pero también sabía de brujería. Me puso un cucurucho en la mano, que luego desapareció, y subió y bajó y voló por el aire. Aparecieron otros dos cucuruchos y cada vez que quería agarrar el que tenía la bola de chocolate esta cambiaba de sitio. Yo daba manotazos en el aire sin saber muy bien qué estaba pasando.

Cuando por fin conseguí el helado Lucía me dijo que era tonta de remate y me lo quitó. A cambio me dio sus monedas y tuve que pasar por la misma tortura otra vez.

Mamá compró en el mercado unos polvos verdes que tintaban el pelo de rojo y nos pasamos la tarde untándonos la cabeza de barro. Fue muy divertido, aunque el potingue olía a establo. Por supuesto, cuando subí a la terraza para que se secara apareció Lucía.

– Vaya plasta de vaca que tienes en la chola – dijo partiéndose de risa.

Cuando no estaban los adultos, se pasaba de abusona.

– Te vas a quedar igual de fea que La Medusa, con el pelo verde y hecha un espanto. Hasta Pedro el Bizco se va a tapar el ojo bueno para no verte.

Pedro iba a mi clase y tenía estrabismo. A veces llevaba un parche, aunque no de pirata.

Froté mucho en la ducha para quitarme el barro. Por suerte, el pelo no se me quedó verde, sino que brillaba con un precioso tono rojizo. Los mayores me piropearon al verme a pesar de que se me olvidó echarme suavizante.

– Qué espanto –dijo Lucía mientras pasaba los dedos por su lisa melena–. Parece que tienes un matojo seco.

A la mañana siguiente visitamos el Topkapi y la Mezquita Azul. Por la tarde, fuimos al Palacio Sumergido, una cisterna bajo la ciudad donde vivía La Medusa. Yo pensaba que se trataría de un váter gigante, aunque parecía más bien una iglesia inundada.

El padre de Lucía nos había contado que La Medusa había sido una mujer muy guapa, pero que una diosa llena de celos le había echado un hechizo. La cabeza se le llenó de serpientes y le salieron colmillos de jabalí. Lo peor eran sus ojos, que utilizaba para convertir en piedra a sus enemigos.

Lucía se puso chula un par de veces en la cola, pero al entrar agarró la mano de su madre. Le daba miedo la oscuridad. Pensé que había llegado el momento de vengarme.

Caminamos por una plataforma a unos metros del agua. Abajo había unos peces enormes y Lucía temblaba cada vez que los escuchaba removerse. Aproveché una de las explicaciones del guía para agarrarla por la muñeca y llevármela un poco más allá.

– Mira los peces, Luci. ¿A que tienen la boca grande?

Ella preguntó que cuándo íbamos a salir de aquel cuchitril.

– Por aquí hay una salida escondida – mentí –. Si quieres te acompaño. Me duelen los pies de tanto andar.

Avanzamos por la plataforma hasta que nos topamos de frente con La Medusa. Tenía una cabeza gigante que sobresalía del agua con una sonrisa terrorífica. Habían tumbado la cabeza de lado para anular el efecto mortal de su mirada. Por si acaso, mantuve la vista fija en la columna de mármol que habían colocado encima de ella. Con tanto peso, nunca podría levantarse, así que estaba a salvo.

– ¡Cuidado! Ahí está La Medusa – dije –. Cierra los ojos.

Ella se llevó las manos a la cara y retrocedió un par de pasos.

– Se está moviendo – continué –. Creo que viene para acá.

Estaba aterrada.

– Luci, te ha visto.

Ahogó un grito y retrocedió hasta el borde de la plataforma. Perdió el equilibrio y cayó al agua. Lucía empezó a gritar mientras pataleaba con los ojos cerrados. El guía y papá saltaron al agua para rescatarla. Por suerte, tenía poco más de medio metro de profundidad, pero le salió un buen moratón en el culo. A mí me cayó una buena bronca y me pasé el resto del viaje castigada.

Hoy ha sido el primer día de clase y Lucía no me ha dirigido la palabra. Se ha sentado en primera fila con la estirada de Pili y yo he tenido que ponerme atrás con Pedro el Bizco. Es un pelma porque copia de mi libreta todo el rato. En clase de mates no he dejado de pensar en La Medusa. Me sentía mal por ella, sola y encerrada bajo la ciudad de Estambul. El rencor te aplasta con el peso de una columna de mármol y solo te deja ver una franja de agua sucia.

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