Otto Von Freigenbaum, jadeante, miró hacia atrás una vez que pudo asegurarse de que, aunque por muy poco, había conseguido salvar la vida. El puente de lianas y tablas se desmoronó justo cuando su cuerpo llegó al final de la pasarela y pudo asirse a unas raíces. Vio, entonces, desde el borde del cortado, los restos colgantes de cuerdas y maderas todavía balanceantes a ambos lados del barranco que caía vertical hasta el rugiente rio del fondo. Aunque era consciente de que su masa corporal era de 222 kilos, había pensado, optimista, que no iba a tener problemas con el frágil paso indígena, pero cuando estaba en medio del recorrido empezó a oír siniestros crujidos mientras veía como algunas cuerdas empezaban a deshilacharse por la tensión de su peso. Con enorme frialdad germana, casi inmóvil y con precisos movimientos, comenzó a desembarazarse de su impedimenta lanzándola al vacio. La enorme mochila primero, luego su flamante 9,3×62 Mauser, las cartucheras y la bolsa con los avituallamientos, consiguiendo así, y a duras penas, llegar al final. Estuvo a punto de librarse también de sus botas pero pensó en la dificultad de los movimientos que eso entrañaría y consideró, por otro lado, que el peso de estas no iba a ser, en todo caso, determinante.

Los nativos de los poblados que había atravesado en sus ya cinco meses de expedición en solitario de la extensa región del Goron Carangala, miraban con respeto a aquel enorme y colorado extranjero que con paso algo torpe pero con una contundencia prusiana seguía sin descanso su marcha resoplando como un búfalo.

El germano pronto olvidó el incidente del puente colgante y comenzó de nuevo a caminar con una gran determinación dejando el sol de atardecida a su espalda. Ahora iba más ligero y consiguió un buen avance por aquella especie de farallón estrecho flanqueado por profundos barrancos. Durmió plácidamente entre los sonidos relajantes de la selva nocturna y por la mañana se despertó con buen ánimo para continuar su empresa. Después de dos días de fructífera marcha, llegó al límite de aquel promontorio boscoso, y su enorme masa quedó rígida al comprobar, que un nuevo y más precario puente de cuerdas y tablas se encontraba frente a él. Su organizada mente teutona comenzó a evaluar la situación:

1º El nuevo paso no resistiría la carga de su cuerpo, por lo que esa opción no era factible.

2º La posibilidad de volver atrás no era solución ya que el paso del barranco anterior estaba destruido.

3º El riesgo de aprovechar los materiales de la pasarela desmoronada para descolgarse por los verticales riscos, lo consideró inasumible dado el estado deteriorado de los restos.

4º La alternativa de descender a mano por la escarpada pared del nuevo abismo quedaba fuera de cálculo porque su enorme abdomen, con seguridad, se lo impediría.

Descartadas todas las posibles soluciones que le hubieran podido permitir el seguir de inmediato con su marcha, solo le quedaba una: ¡Debía adelgazar! Aquel lugar le ofrecía posibilidad de una estancia suficientemente prolongada. Corrían varios arroyos, había gran variedad de insectos, larvas, roedores y reptiles y con su elevada cultura botánica podría aprovechar la profusión de hojas y raíces comestibles que allí se encontraban. Una dieta estricta le proporcionaría una pérdida de peso constante y equilibrada. Solo restaba fijar un límite que permitiera su paso por el puente con absoluta seguridad. Von Freigenbaum hizo esta vez unos cálculos teóricos y concluyó que, para aquella pasarela, el valor seguro sería no más de 100 kilos. Tenía pues que perder 122, por lo que se dispuso a llevar un implacable régimen para bajar seis cada mes que es lo que consideró apropiado. Así conseguiría, en algo menos de dos años, poder continuar con su travesía. La exactitud de aquel programa exigía un ario control mensual, por lo que ideó y realizó una especie de báscula con un tronco y una roca como pivote. Estabilizando su peso en un extremo con treinta y siete piedras de tamaños semejantes atadas en el otro, podría comprobar cada treinta días la necesidad de retirar una de ellas para conseguir un nuevo equilibrio. De esa forma, sabría que había perdido los seis kilos establecidos, y cuando solo quedaran 16 piedras estaría seguro de no sobrepasar el límite fijado. Necesitó cinco meses para ajustar su alimentación a la bajada de peso exacta, pero, a partir de entonces, con el método establecido y su germánica tenacidad, la dieta se adaptó con exactitud matemática a su propósito.

Pasó el tiempo y el contrapeso fue disminuyendo hasta llegar al número final de unidades calculadas. El mismo día que desechó la piedra 17, se dispuso a reanudar su viaje enfilando con impasible serenidad el frágil puente. Se había convertido en un hombre delgado para su elevada estatura; su ropa, muy estropeada, le colgaba sobrante por todos lados igual que su piel. Entonces, al retomar el camino, se dio cuenta de algo que no había previsto su cuadrangular cabeza: le atacaba una molesta debilidad debido a la pérdida continua de peso y la falta de ejercicio. No obstante, cruzó tambaleante el paso de lianas y por fin llegó al otro lado del escollo que tanto tiempo le había retenido.

A duras penas llegó en su caminar hasta un poblado indígena, que le recibió con gran alegría. Todos los nativos salieron cuchicheantes y asombrados, y un hombrecillo lleno de pinturas y plumas le invitó a quedarse con ellos. No le pareció mal a Von Freigenbaum la idea de reponerse con aquella gente hospitalaria antes de continuar con su viaje, y así permaneció algún tiempo con ellos en los que, con el fin de recobrar las fuerzas perdidas, comió, bebió y durmió con largueza desquitándose metódicamente de los pasados sacrificios.

Y cuando llegó a pesar de nuevo 222 kilos, aproximadamente, y tras una alborozada fiesta, aquella tribu se lo comió.

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