El camino era largo y sinuoso. Según el G.P.S para llegar a Arroyo Seco faltaban exactamente seis kilómetros pero era carretera de montaña y eso modificaba las condiciones del trayecto. La puesta del sol estaba en su apogeo y no dudamos en parar para tomar unas fotos. La vista era increíble y comenzamos subir para ver mejor el paisaje. Un cartel en el medio de la nada nos llamo la atención. Para leerlo bien trepamos unas rocas y sobre una madera vieja un anuncio decía: «Cuidado. Vacas mariposas sueltas»; y debajo en otra tipografía más pequeña se dejaba leer: «les gusta comer los calcetines rojos de los viajantes». Con mi amigo Néstor no dábamos crédito de lo que leíamos y pensamos que seguramente lo habían escrito unos fumones de la región para reírse de los turistas. Fue en ese momento que nos dimos cuenta que de pura casualidad Néstor llevaba medias rojas de lana. En segundos pasamos de la risa al pánico y comenzamos a correr. Como ocurre en esos casos, uno no hace las cosas que debiera sino lo que puede y generalmente más que escapar se termina metiendo en la boca del lobo. En vez de volver al coche, nos metimos en una cueva. La entrada parecía pequeña pero dentro había un espacio inmenso. Extrañamente el lugar estaba bastante limpio. Sobre las paredes se veían geo formas y una nos llamo poderosamente la atención. Parecían dos cazadores corriendo y un animal alado que los atacaba desde arriba. Esto lo tomamos como una señal y comenzamos a gritar. Dentro de la cueva los gritos se multiplicaron y el temor inundó nuestros huesos. Yo busqué la salida lo más rápido posible pero mi amigo quedo atrapó en una hendidura. Tuve que volver para ayudarle y nada. La pata se había atascado mal. Néstor gimió de dolor y me di cuenta que había sufrido un pequeño esguince de tobillo. Para salir de allí tuvimos que cortar la zapatilla en mil pedazos. No había otra. Llegamos al auto con suma dificultad y salimos raudamente para la civilización. A la noche, más tranquilos, en la habitación del hotel de montaña, tratamos de reconstruir la situación y fue ahí que nos dimos cuenta que la zapatilla rota dormía plácidamente en el fondo de una bolsa de Carrefour. Estaba todo en orden salvo un detalle: faltaba su calcetín rojo. Nunca volvimos a buscarlo.

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