Estaba a punto de verte por penúltima vez. En aquel sitio tan desolador, en aquel aeropuerto. Era pequeño, ínfimo, tendría, de casualidad, una pista. Y era para esos aviones que parecen aves enormes y torpes y en cuyas ventanillas traspasa el silbido del aire, como queriendo desesperadamente entrar.

El vuelo saldría con dos horas de retraso. Me dio tiempo de contar todas tus pestañas, porque sabía que era la última ocasión en que las tendría tan cerca. Me dio tiempo de descifrar el ritmo en el que aquellas ventanas repletas de capilares daban paso al iris y a sus atontados cráteres negros, incapaces de tolerar mucha luz. Después volvían a cerrarse y abrirse como el telón de fondo en un acto de magia.

Me acuerdo de que era un viaje de celebración. Nos fuimos de paseo porque nos habíamos graduado. Y yo fingí llorar por una nostalgia que no tenía forma de asentarse aun, cuando en realidad lloraba porque nos estábamos despidiendo. Te estabas despidiendo de mí. Un adiós largo y constante, la agonía de una forma abstracta que había vivido en mí y en ti y que estaba a punto de perecer.

Dormimos apilados porque en la cabaña hacía mucho frío. No nos era posible costear algo mejor. Estábamos en ese cruento paso entre la adolescencia tardía y una especie de primera adultez, en el que no había dinero sino para una bolsa de pan de sándwich y algunas lonjas de jamón. Y el sodio se iba entre la llorada de la mañana y la de la noche y la grasa se desgastaba caminando de prisa, lo más lejos posible de ti. Porque yo había sido un condenado desastre, lo sé, no sentía derecho a pedirte nada.

Y en la pila de la noche previa al regreso, en una cama en donde ya las hormonas no eran excusa porque el raciocinio se abría paso, indetenible, como la humedad que carcome, me acuerdo de que sellamos un “hasta mañana” con el último beso de nuestra historia.

Sentí que las montañas rozaban las alas. Y que seríamos uno con la cima, sin poder alcanzar la altitud suficiente para continuar el vuelo. Nos olvidarían, entre cajas negras nunca encontradas pero repletas de gritos infantiles, sin madurez, sin consciencia. Nos sepultaría la nieve en algún recuerdo perfecto, inmaculado, pero por completo artificial, justo antes de la avalancha.

Fui un maldito desastre. Fui el barco que se hunde por tener un capitán negado al viraje. Te dejé creer que todo se resumía a esas dos horas, en las que esperamos con entereza la inauguración del último acto. Fui la pretensión de normalidad, un sinsentido necesario para la supervivencia. El momento en el que el avión aterriza y yo prometo no molestarte de nuevo.

Nos hemos visto alguno que otro día. Yo te he visto, al menos. Y todo está ahí, en reposo, con ese sosiego que no es sosiego de verdad. Cabalgando la ola e ignorando el agua en los pulmones. No te diría nada, por supuesto. Toca fingir demencia. Hacerte pensar que se me han olvidado tus inseguridades, que pasaron los años y no recuerdo ninguno de tus dígitos.

No me acordaré nunca de la última vez que te vi. Pensaré en la penúltima. En que sonreías mientras agitabas la palma de tu mano en mi dirección y luego me dabas la espalda y te perdías de vista. Deduciré, inclusive, el instante en que no me importó que supieras. ¿Qué sentido tiene preocuparse por lo implícito?

Me acordaré de haber aprendido desde bien pequeño el arte de dejar las cosas tal y como estaban.

Anais Morales González

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